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Desde antes que Luciano fuese a militar en la Perla de las Antillas, desde la infancia casi, o sin casi, Luciano y Esperanza eran novios; estaban dulcemente encadenados por el florido lazo de los más castos y delicados amores. En la novela Nieve y cieno, cuyo autor es el Sr.

El Támesis de por es un rio de muy mediano caudal, sobre todo á los ojos del viajero que acaba de surcar en el Nuevo Mundo rios colosales profusamente encadenados. En Lóndres el Támesis tiene la anchura média de 250 metros, que disminuye bastante hácia Chelsea y aumenta hasta 400 abajo del Tunnel.

Durante ocho días los amigos de la familia acamparon en la casa, durmiendo donde podían, comiendo lo que encontraban y ocupándose exclusivamente de la enferma. Los dos médicos estaban encadenados a la cabecera de Germana.

La vida concentrada en sus ojos se esparció, descendiendo hasta sus pies... Y echó á correr, sin saber adónde ir, sintiendo la misma necesidad de ocultarse que experimentaban aquellos hombres encadenados por la disciplina, obligados á aplastarse en el suelo, á envidiar la blanda invisibilidad de los reptiles.

Sus buques permanecían encadenados un año entero en los puertos de Aulide por miedo á la hostilidad de la atmósfera, y para aplacar á las divinidades del Mediterráneo sacrificaban la vida de una virgen. Todo era peligro y misterio en el reino de las ondas. Los abismos rugían, los peñascos ladraban, los escollos eran sirenas cantoras que iban atrayendo con su música á las naves para despedazarlas.

¡Duerme en paz, hija infeliz de mi desventurada patria! ¡Sepulta en la tumba los encantos de tu juventud, marchita en su vigor! ¡Cuando un pueblo no puede brindar á sus vírgenes un hogar tranquilo, al amparo de la libertad sagrada; cuando el hombre solo puede legar sonrojos á la viuda, lágrimas á la madre y esclavitud á los hijos, haceis bien vosotras en condenaros á perpétua castidad, ahogando en vuestro seno el gérmen de la futura generacion maldita! ¡Ah, bien hayas que no te has de estremecer en tu tumba oyendo el grito de los que agonizan en sombras, de los que se sienten con alas y están encadenados, de los que se ahogan por falta de libertad!

Cuantos viajeros ilustres por su amor á las ciencias y á las letras, visitaban esta metrópoli en los años de 1528 al 29, después de cruzar por la plaza del Duque de Medina Sidonia, en que se alzaba la opulenta vivienda de aquel magnate, y de contemplarla por algunos momentos, fijándose, ora en los dos eminentes y robustos torreones que se alzaban en sus ángulos, ora en sus grandes ventanas, balcones y portada de sillería, con sus heráldicos escudos, ora en la fila de antiguos fustes de mármoles, encadenados entre que marcaban la jurisdicción del señor de aquella casa; después de admirar, decimos, aquel enorme edificio, mitad palacio mitad fortaleza, que según tradición, motivó que Felipe II preguntase: «si aquella era la casa del señor de la villa» enderezando sus pasos por la calle que entonces decían de las Armas, y despues de atravesar por debajo del gran arco á que nombraban puerta de Goles, donde más tarde mandó levantar el Cabildo y Regimiento de la Ciudad la Puerta Real, pasábase, nuevamente, ante otra vasta y magnífica vivienda que allí se parecía, construida sobre un paraje eminente, y desde el cual espaciábase la vista con la contemplación de un maravilloso cuadro.

Ahora pensaba en la humanidad; en el largo y doloroso camino que aún tenía por delante; en la obscura selva por donde marchaba, encadenados sus pies con los hierros del pasado, tendiendo las manos doloridas hacia el ideal, hacia la justicia, que brillaba lejos, muy lejos, como una estrella perdida en la noche. El sol se había ya ocultado.

Sin duda, el surtido de ébano se había agotado en aquella parte de África, porque no pudieron traer mas que veinte o treinta negros encadenados. ¡Y qué personal! Viejos, tiñosos, ulcerados: un espectáculo horrible. El doctor Cornelius se encargó de ellos para ver si los dejaba presentables.

No hubo bien acabado el cura, cuando Sancho dijo: -Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo esa fazaña fue mi amo, y no porque yo no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos. ¡Majadero! -dijo a esta sazón don Quijote-, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera, o están en aquella angustia, por sus culpas o por sus gracias; sólo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías.