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Eso no está bien, señor dijo Marta con un tono de triste reproche . Yo trato de obtener la consoladora convicción de que he sido engañada, a lo menos respecto a la parte que habéis tomado en ella; pero si os parece que debéis fingir conmigo, me es imposible protegeros y tengo que abandonaros a la muerte atroz que os amenaza.

A partir de ese día, Marta redobló su cariño y su bondad hacia , pero yo no quería verlo; permanecía impenetrable para ella como ella lo había sido para , y en mi alma se arraigó, cada vez más profundamente, el sentimiento penoso de que el mundo no necesitaba de mi amor. Es evidente que un incidente como éste, por solo, no podía tener una influencia decisiva sobre mi carácter.

Es incomprensible, y si la duda fuera posible, diría que Marta me ha mentido descaradamente. Pero nadie en la tierra sabe de este desgraciado asunto más que la condesa y yo. Es ella, pues, la que nos ha traicionado. ¿Cómo me vengaré?

De todos modos tenía ganas de verte. Marta calló y siguió su tarea poniendo en torno de la rosa y apoyados en las hojas de malva tres pensamientos obscuros. Ricardo había cambiado también un poco desde la última vez que le vimos. Su rostro estaba levemente descaecido, y a la ordinaria expresión de alegría había sucedido otra como de fatiga, que a veces rayaba en triste y amarga.

38 Y Jesús, por eso, embraveciéndose otra vez en mismo, vino al sepulcro donde había una cueva, la cual tenía una piedra encima. 39 Dice Jesús: Quitad la piedra. Marta, la hermana del que se había muerto, le dice: Señor, hiede ya, que es de cuatro días. 40 Jesús le dice: ¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios?

Las señoras rieron, tapándose la cara con los abanicos. ¡Qué lengua, qué lengua tiene usted, Suárez! No me sirve más que para decir lo que es cierto. Las niñas de Madrid me hacen el efecto de sombras chinescas. En ustedes encuentro seres visibles, palpables... y hasta confortables. Marta observó que la bujía de un candelabro se estaba concluyendo y que iba a hacer estallar la arandela de cristal.

Marta se constituyó en guía y registraron desde luego la habitación contigua al corredor; una gran sala cuadrada con dos alcobas en el fondo, donde ella y María habían dormido de niñas con sus respectivas doncellas.

Estos náufragos del amor, estos hombres heridos de un desengaño, no saben leer más poemas que el suyo. Después de la muerte de su madre, en cuya enfermedad tanto le ayudó y consoló Ricardo, Marta volvió a tratarle con la misma confianza y cariño que antes, un poco entibiados desde hacía algún tiempo.

El rostro de Marta estaba bañado por un matiz purpúreo; en sus cabellos brillaban pequeños resplandores, y la mano que reposaba en la colcha, parecía iluminada por dentro. Acerqué el biombo a su cama para evitar que el reflejo de la luz la molestara.

Mil diversas emociones de temor, de arrepentimiento, de cariño, de duda, de alegría y ansiedad cruzaron en un segundo por el corazón del joven marqués, que dobló la rodilla exclamando con acento conmovido: ¡Marta, por Dios, me perdones la necedad que acabo de decir!... ¡Soy un estúpido!... ¡Acababa de soñar unas cosas tan tristes, y de repente terminaron todas tan bien!... No me resignaba a dejar escapar así la felicidad... Una idea absurda me vino a la cabeza, inspirada por el mismo deseo de verla realizada... Pero no..., no..., yo no puedo ser ya feliz en la tierra... Nací para ser desgraciado... Afortunadamente moriré pronto, como mi padre... y como mi madre... Perdóname esta locura de un momento y no llores... ¿Quieres saber lo que soñaba?... Te lo voy a decir, porque será quizá la última vez que me veas... Soñaba..., soñaba, Marta, que me querías.