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En una encrucijada chillaba persiguiéndose un grupo numeroso de niños; sobre el verde de los ribazos destacábanse los pantalones rojos de algunos soldaditos que aprovechaban la fiesta para pasar una hora en sus casas.

Luego, de las masas obscuras de vegetación que abullonaban los lados del camino fueron saliendo otros y otros, hasta formar un grupo. Los soldaditos de plomo ya no marcaban su silueta sobre el azul del horizonte. La blancura de la carretera les servía ahora de fondo, subiendo por encima de sus cabezas. Avanzaban con lentitud, como una tropa que teme emboscadas y examina lo que la rodea.

En cada rostro de aquellos valerosos soldados leíase el júbilo, el placer que aquella fiesta que á guisa de homenaje le ofrecía el pueblo, que de esa manera demostraba que sabía hacer justicia á sus valerosos y abnegados soldaditos.

Los soldaditos, pálidos, con la boca apretada, descansando sobre sus fusiles entre las pedradas y los tiros de revólver, daban frente á la gran masa que protestaba contra la romería. Llegaban para guardar el orden, pero sus ojos iban instintivamente hacia la muchedumbre devota, como si deseasen girar sobre sus talones y hacer fuego apuntando á la iglesia.

La calma que le rodeaba hizo inverosímil cuanto había presenciado. De pronto vió moverse algo en el último término del camino, en lo más alto de la cuesta, allí donde la cinta blanca tocaba el azul del horizonte. Eran dos hombres á caballo, dos soldaditos de plomo que parecían escapados de una caja de juguetes.

Era un hombre de veintiocho a treinta años, de estatura más que regular, delgado, rostro fino y correcto, sonrosado en los pómulos, bigote retorcido, perilla apuntada y los cabellos negros y partidos por el medio con una raya cuidadosamente trazada. Guardaba semejanza con esos soldaditos de papel con que juegan los niños; esto es, era de un tipo militar afeminado.

Un juego en que dos señores se sentaban frente a frente, durante largo espacio de tiempo, sin proferir palabra y sin mover apenas las curiosas piezas de madera que entre tenían, y que se prestaban de manera tan admirable para jugar a los soldaditos; un juego así, repito, me parecía más apropósito para muertos que para vivos; y la contestación de Angustias fué convincente. ; continuó el ama.

Por allí, escalando esos picachos, descendiendo al fondo de esos desfiladeros, desafiando á cada paso la muerte y mostrandose insensibles á la fatiga, á las privaciones, á la intemperie, á todo, en fin, luchando á brazo partido con la naturaleza y con los hombres, sobreponiéndose á los sufrimientos físicos y á las pesadumbres morales, marchan nuestros bravos soldaditos alegres, orgullosos, indomables, con el mismo orden, la misma corrección, y la misma disciplina, que si solo se tratase de unas maniobras y no de una campaña que no tiene para ellos ni siquiera el aliciente de la gloria militar, por la despreciable calidad del enemigo.