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Más había; aquella señora que hablaba de grandes sacrificios, que pretendía vivir consagrada a la felicidad ajena, se negaba a violentar sus costumbres, saliendo de casa a menudo, pisando lodo, desafiando la lluvia; se negaba a madrugar mucho, y alegando como si se tratase de cosa santa, las exigencias de la salud, los caprichos de sus nervios. «El madrugar mucho me mata; la humedad me pone como una máquina eléctrica». Esto era humillante para la religión y depresivo para don Fermín; era, de otro modo, un jarro de agua que le enfriaba el alma al Provisor y le quitaba el sueño.

El agua está allí como desesperada, verde de cólera, sin un momento de reposo, y lanza contra las rocas todas sus furias, todas sus espumas. Los peñascales negros avanzan desafiando el ímpetu de la ola embravecida, y por las hendiduras de las rocas, huellas del combate secular entablado entre el mar y la tierra, penetra el agua y salta a lo lejos en un surtidor blanco y brillante como un cohete.

Era la Muerte, la gran señora, la emperatriz del mundo, que se mostraba a él con su blanca y mate majestad, en pleno día, desafiando los esplendores del sol, el azul del cielo, el verde luminoso del mar. El reflejo del astro moribundo ponía una chispa de maligna vida en el óseo rostro de palidez de hostia, en la lobreguez de sus negras cuencas, en su sonrisa que daba espanto... ¡; era ella!

Mesía, dejando detrás de a su amigo, ocupó el medio del balcón, arrogante y desafiando las miradas de los clérigos que pasaban debajo de él. Los tambores vibraban fúnebres, tristes, empeñados en resucitar un dolor muerto hacía diez y nueve siglos; a don Víctor le sonaba aquello a himno de muerte; se le figuraba ya que llevaban a su mujer al patíbulo.

Entonces yo, desafiando con un arrojo que ahora me espanta la cólera del Aristarco, le dije: «Pero ya que he tenido la osadía de traerle a usted aquí, oh varón insigne, ¿no me será permitido pedirle la más gran merced que hacerme pudiera, ayudando con sus luces á mejorar este engendro mío que con tan mala estrella viene al mundo?

Esta idea de la muerte dábale escalofríos. Ahora poco, había visto un bote de papel, que un golpe de caña hizo zozobrar, y que, sacado del agua y bien escurrido, pusieron a secar al sol; pues al rato, este bote navegaba otra vez como si tal cosa, desafiando a sus rivales nuevecitos... Quizá él cometía una gran tontería en pegarse un tiro, por pérdidas de juego; si todo el que pierde se matara, aviados iban a estar los jugadores.

La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada, tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje, en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la puente señorial.

Tenía en el porvenir la confianza de todos los hombres de acción seguros de su energía; la generosidad derrochadora de los que conquistan el dinero desafiando a las leyes y a los hombres; la largueza desenfadada de los bandidos románticos, de los antiguos negreros, de los contrabandistas; de todos los pródigos de su vida que, acostumbrados a afrontar el peligro, consideran sin valor lo que ganan sorteando a la muerte.

Combatía tenazmente como la hormiga que muerde sabiendo que va á ser aplastada, como la mosca que ve el espacio al través de un cristal. ¡Ah! la vasija de barro desafiando á los calderos y rompiéndose en mil pedazos tenía algo de imponente: tenía lo sublime de la desesperacion.

Llegamos a la aldea de Telnitz y allí comenzó el ataque continuó imperturbablemente Santorcaz . En la loma quedaban todavía veintisiete batallones de infantería rusa y austriaca, mandados en persona por los dos Emperadores y por el General en Jefe ruso KutusofAh, muchachos, si hubierais visto aquello! Mirad hacia enfrente, pues desde aquí se distingue muy bien la posición que respectivamente teníamos: ellos encima, nosotros debajo... Al principio nos acribillaban; pero Soult nos mandó subir a todo trance, y subimos desafiando la lluvia de balas. Para ayudarnos, el general Thiebault, de la división de Saint-Hilaire, refuerza nuestra derecha con doce piezas de artillería, que, bien disparadas, hacen grandes claros en las filas contrarias.