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Medio valle gozaba aún de los últimos esplendores del día, y allá detrás de la iglesia de San Juan, a espaldas de un molino, medio escondido entre los platanares y los «izotes», en la curva más ancha y despejada del Pedregoso, los últimos rayos del sol trazaban una estela de plata, que partía de un foco esplendoroso, cuyas poderosas irradiaciones lastimaron mis pupilas.

No nos engolfemos en cosas que no son ahora del caso. A pesar de todos sus esplendores, Lisboa se me caía encima. A las dos semanas de estar allí, abandoné a Lisboa. Viajaba yo con no pequeño acompañamiento.

El Conde, y la misma doña Beatriz, en quien al cabo era esto más disculpable por su falta de mundo, se habían empeñado sin duda en que las gentes los tuviesen por superiores a toda crítica; en que juzgasen sus coloquios santos, puros y sublimes, como los que tuvo allá en la antigüedad Numa con la ninfa Egeria, o como aquellos que en la cumbre del Purgatorio, y después entre los esplendores del Paraíso, tuvo Dante con la tocaya de nuestra heroína.

Después de levantados los manteles, Ulises manejaba las fragatas de su abuelo, aprendiendo la nomenclatura de las diversas partes del aparejo y la maniobra del velamen. Algunas veces permanecían los dos hasta una hora avanzada en el rústico atrio, contemplando el mar luminoso bajo los esplendores de la luna ó con un tenue regleteo de luz sideral en las noches lóbregas.

Los cirios, en el altar mayor, comenzaron a arder, y a su luz resplandeció todo el retablo churrigueresco, dorado, retorcido, con sus columnas salomónicas y sus racimos de uvas. Arriba del crucero de la iglesia, colgaba el barco de vela y se balanceaba suavemente, como si fuera navegando hacia los esplendores de oro que brillaban en el altar mayor.

Pero, entre tanto, De Pas volvía amorosamente la visual del catalejo a su Encimada querida, la noble, la vieja, la amontonada a la sombra de la soberbia torre. Una a Oriente otra a Occidente, allí debajo tenía, como dando guardia de honor a la catedral, las dos iglesias antiquísimas que la vieron tal vez nacer, o por lo menos pasar a grandezas y esplendores que ellas jamás alcanzaron.

El pobre diablo acababa de llegar de Terranova y a fin de mes partía para los mares de la China, donde había de permanecer cinco años, y encontraba muy natural abrazar a su mujer, entre dos viajes. La librea de sus criados le hizo guiñar los ojos, y los esplendores de su mobiliario le acabaron de deslumbrar.

Si al terminar la lucha con laureles de gloria nuestra obra y sacrificios corona el triunfo al fin, las edades futuras harán de memoria; y reina de esplendores, sin manchas ya ni escoria, te admirarán los pueblos del mundo en el confín.

Un ilustrado biógrafo del famoso médico Nicolas Monardes consigna los siguientes datos, juzgándolo como docto coleccionista de objetos de Historia natural: «Monardes reunió un museo de objetos naturales constituido por substancias medicinales procedentes de América, que aunque no numeroso, era sumamente notable por lo raro de los ejemplares que coleccionó, y sobre todo, por la novedad que entonces ofrecían unos objetos recién aparecidos en el horizonte científico y acogidos con el entusiasmo que se reciben las novedades que se presentan envueltas entre los esplendores de la grata esperanza de hallar en ellas remedios más eficaces y seguros para combatir las enfermedades que los hasta en aquel día conocidos.

Adriana se le aparecía con todos los esplendores que sus largos deseos le atribuían: a veces le miraba, de pronto, con inusitada expresión de cariño, lánguida, como en la realidad no le había mirado nunca, los ojos húmedos, el beso en los labios, tendidas hacia él sus manos llenas de vagas caricias.