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De su propia ropa no se diga: en pleno invierno andaba por las calles sin abrigo ni capa, respetado de las pulmonías, protegido sin duda contra ellas por el fuego interior de su perversidad. Ya no sabían Doña Paca y Benina dónde esconder las cosas, pues temían que les arrebatara hasta la camisa que llevaban puesta.

Al buscar sus ropas terminado el trabajo, encontrábase en los bolsillos cosas nauseabundas; recibía en pleno rostro bolas de pasta, y siempre que el mocetón pasaba por detrás de él, dejaba caer sobre su encorvado espinazo la poderosa manaza, como si se desplomara medio techo. El Menut callaba resignado. ¡Ser tan poquita cosa ante los puños de aquel bruto, que le había tomado como un juguete!

Luego su amistad con el torero que hemos mencionado; las relaciones que mantuvo después con algunos señoritos cultivadores del género; los teatros por horas, donde se copian, no sin gracia, las costumbres de la plebe madrileña; la amistad con Pepa Frías y otras aristocráticas manolas fueron iniciándola poco a poco y la introdujeron al cabo en pleno flamenquismo.

Batiste, escudriñando la taberna, se fijó en el dueño, hombrón despechugado, pero con una gorra de orejeras encasquetada en pleno estío sobre su rostro enorme, mofletudo, amoratado. Era el primer parroquiano de su establecimiento: jamás se acostaba satisfecho si no había bebido en sus tres comidas medio cántaro de vino.

Como necesitaba adquirir noticias del ausente, se fué al puerto de Antofagasta, donde el viejo chileno tenía numerosos amigos. Le bastó hablar con uno de ellos para convencerse de que ño Juanito no había muerto y estaba á estas horas en pleno goce de su salud y su alegría vagabundas.

El deseo de escapar no alcanzaba muy lejos. También yo había leído en los Tristes dísticos que recitaba en voz baja, pensando en Villanueva, la única tierra que yo conocía y que me había dejado añoranzas que escocían. Estaba atormentado, agitado, más aún, desmoralizado hasta en las horas de pleno trabajo, porque ya no lo contaba para nada en mi vida.

Traducido lo que me dijo en rudas frases era como sigue: que si Juan Maury, que había sido guapo y muy querido de las damas, tuviese que aceptar un hijo por cada uno de los extravíos o ligerezas de su primera juventud, se expondría a poder formar un batallón con su prole; que sus relaciones conmigo habían sido de lo más ligeras, sin compromiso ninguno, y de duración muy corta; y que él no tenía ningún motivo justificado para afirmar con pleno convencimiento que durante dichas relaciones había sido el único, porque entonces había también un marido legítimo, y había además dos rivales que con grave escándalo y por celos riñeron en desafío, resultando muerto uno de ellos.

A él también... a él también, en otros tiempos, cuando hacía el amor a su difunta entre dos viajes, lo había aucado cierto camarada que era rival suyo. Pero él se llevó a la muchacha por tener la mano más lista; total, una cuchillada al amigo en pleno pecho, que le tuvo mucho tiempo entre la vida y la muerte.

Pensaba en su ensueño. Se imaginó estar en pleno delirio, viendo extravagancias, y varias veces volvió la cabeza creyendo percibir en la obscuridad aquel perro que le lamía las manos y tenía la cara de Tonet, recuerdo que aún le hacía reir.

La ciudad entera, odorífera de santidad, parecía haberse levantado hasta una región convecina de Dios y flotar en pleno prodigio, entre el vuelo cuasi visible de los ángeles. Las almas ardían como los perfumados carbones de aquel místico brasero, hurgoneadas por la penitencia, atizadas por el aleteo de la incesante plegaria. El milagro estaba en todas partes.