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Luego adelantó, se sentó junto al brasero, y se puso á mirar de hito en hito á Dorotea. ¡Qué hermosa y qué engalanada estás, hija mía! la dijo ; de seguro no esperas al duque de Lerma. Para él no te atavías tanto. Este es el traje que he sacado en la comedia, y por cansancio no me lo he quitado todavía. No, no es eso; el duque te ha puesto hermosa para otro. ¡Ah! puede ser.

El rey se quedó removiendo el brasero y murmurando: Creo, Dios me perdone, que la duquesa me teme: bien haya el que me ha mostrado el camino; pero ¿quién será?¿El padre AliagaBah! el padre Aliaga no se anda conmigo con misterios... ¿quién será?¿Quién será? Abrióse la puerta por donde había entrado poco antes la duquesa, y el rey se calló. Adelantó doña Juana, pero pálida y convulsa.

Hubiérase dicho que aquel carcomido aparato no esperaba sino la primera brisa exterior para desvanecerse de súbito. Seis retratos descoloridos habitaban espectralmente la estancia. Ramiro esperaba junto a un brasero, que guardaba aún la ceniza de los últimos saraos.

Sentado junto al brasero, con la mirada fija en las vigas de la techumbre, Ramiro soñaba. La puerta que daba a la galería se abrió muy despacio y una figura enlutada entró en la habitación. Era su madre. Las tocas monacales, adheridas con ventosas a la frente, ocultábanla los cabellos; su rostro desprendía luminoso blancor. Era ya el ser sin carnalidad, sin escoria.

Como si aquel movimiento hubiera soltado las traíllas a la furia popular, veinte o treinta energúmenos, hombres y mujeres, rompiendo la fila de los soldados, se precipitaron sobre el brasero para despedazar a la infiel. En cambio, los que querían verla morir en las llamas prorrumpieron a un tiempo en el mismo grito de protesta: ¡No la matéis! ¡No la matéis!

Y a eso iban entonces, aprovechando el primer sol que se veía después de una quincena de aguaceros y «celleriscas», y sobre todo ello se habló mucho en muy poco tiempo, quitándose unos a otros la palabra, mientras Lita, corriendo su silla hacia la mía que estaba alejada del brasero, me contaba, casi al oído, lo alarmados que estuvieron todos en su casa con las noticias que Neluco les iba dando de mi tío, al pasar por allí de vuelta de sus visitas, y el trabajo que le había costado a ella disimular la pena que acababa de sentir al encararse de pronto con don Celso. ¡Qué «mortalón» le veía, Virgen y Madre de Dios!

Vais á estar como príncipes; os traerán brasero, que hace frío... y... necesito dejaros para serviros mejor... conque... ya veréis, caballeros, ya veréis. El hostelero salió, y los jóvenes acababan de sentarse cuando se oyó en la calle una voz angustiosa y desesperada que gritaba: ¡Ladrones! ¡Ladrones!

Tendió las manos, por el automatismo de la costumbre, sobre un brasero monumental de plata que estaba vacío, y contempló fijamente a Jaime con sus ojillos grises de mirada aguda, habituados a infundir miedo. Esta mirada autoritaria fue humanizándose, hasta temblar con una lacrimosidad de emoción. Cerca de diez años que no veía a su sobrino. Eres un Febrer de lo más puro.

No lo había visto todavía, pero podía jurarse por lo que la «resquemaba», aunque no la impedía los movimientos, gracias a Dios. Venían provistas de labor para hacer más entretenidas las horas sobrantes alrededor del brasero. Mi tío las recibió con cuatro cuchufletas y algunos lamentos. Aunque vivo todavía, se daba por muerto ya.

Hija mía, por Jesús, María y José, te digo que se me parte el corazón de verte así sola por esas calles, á estas horas, con este frío... Mira: yo tengo un buen brasero arriba.... Porque aquí vivo yo, aquí á espaldas de San Justo, que es mi iglesia. Pues si quieres descansar un ratito.... No, Padre: yo quiero ir á la calle del Humilladero. Dígame usted dónde está, ya que no me ha llevado á ella.