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Dos úlceras le fueron corroyendo la carne, hasta dejar descubierto el hueso. Los médicos, no sólo daban por perdida la pierna, sino que temían por su vida. Desahuciado ya, tuvo la audacia de hacer que le llevasen a la playa y le bañasen. A los nueve baños, las úlceras estaban cerradas. Imagínese lo que pensaría después de esto, de la virtud curativa del mar.

Más que por mismos, temían ella y ellos por el ausente. ¡Santo Dios, si la epidemia le atacara en el camino!... ¿Tendría Dios dispuesto que no llegara a disfrutar el bien por tanto tiempo esperado?

Y siguieron cada cual por su lado, pero a la mañana siguiente no volvieron al Paseo Grande ni uno ni otro. Buscaban allí contrario objeto: el Magistral paseaba mucho para gastar fuerzas inútiles; Mesía para recobrar fuerzas perdidas y que esperaba le hiciesen mucha falta dentro de poco. Cada cual se fue a pasear en adelante por sitios extraviados. Temían otro encuentro.

Así es que se temían las salidas de Berbel tanto como la peste, y por todas partes se le llamaba Wetterhexe , mientras que la pequeña Catalina pasaba por ser el genio benéfico de Tiefenbach y de las cercanías. De esta manera, Berbel vivía tranquilamente cruzada de brazos y su hermana era la que tenía que ir de la Ceca a la Meca.

Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, la de que Mesía tuviera valor para disparar y, por casualidad también, herir a Víctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar al dejarle en su puesto de honor. Y se separaron testigos y médicos a buena distancia, porque todos temían una bala perdida. Don Álvaro pensó en Dios sin querer.

El viejo Andrónico le halagó con nuevos honores, pero antes de volver á los Dardanelos quiso despedirse de su cuñado, el sombrío Miguel, que estaba en Adrianópolis con muchos guerreros búlgaros, futuros aliados. El heroico aventurero, contra la opinión de los suyos, que temían una asechanza, fué á Adrianópolis escoltado solamente por unos cientos de catalanes, y le recibieron con grandes fiestas.

Los sacerdotes egipcios prestáronse á ejecutar las órdenes de Gaumata con tanto más gusto cuanto que me temían y porque no revelase al pueblo sus imposturas. ¡Valiéronse para sus fines de las pasiones de un joven sacerdote de Abydos que pasaba por santo!... Silencio angustioso siguió á estas palabras.

No obstante las diferencias de edad, temían entrambas familias pudiera traer aquella simpatía consecuencias que no entraban en sus cálculos. Creíase, no sin razón, que el aire de los Alpes desvanecería aquella fantástica imaginación. Veamos el manuscrito. Aquellos pensamientos prudentísimos casi no existen en él: su imaginación se ocupa exclusivamente en buscar el bien para su hijo.

Pero no surtió efecto el deseo de que ellos quiesen llegarse, gritando en alta voz: Pée pemomba ore camarada Buenos-Ayres viarupi, que en castellano quiere decir, que temían de nuestra gente, quienes habían destruído á sus paisanos en los confines de Buenos Aires.

¡El que habló la otra noche excitando á la rebelión! ¡Alborotador de la Plaza Mayor! ¡El sobrino de Coletilla! Estas últimas palabras eran el mayor padrón de deshonra. Núñez se levantó á defender á su amigo; pero no pudo: su voz no fué escuchada. Muchos que temían verse acusados, en cuanto vieron el aluvión que sobre Lázaro caía, descargaron sobre él toda su ira.