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Unos y otros miraban al Perú como tierra conquistada, propia; unos y otros hacían resonar sus espuelas en el pavimento de la ciudad de los reyes con la altivez de triunfadores, y tal vez con la conciencia de la superioridad sobre los que acababan de libertar. ¡Y qué hombres! Sucre, Córdoba... de un lado; Lavalle, Necochea... del otro. ¡Nubes en presencia, cargadas de electricidad!

Y el marqués devoraba estos periódicos, y contemplaba en éxtasis a aquellos hombres que tanto les daban que decir; y se comparaba con ellos, y no se vela más bajo, ni menos ostentoso, ni menos solemne, ni menos «honorable»: ninguno tomaba tan en serio como él eso de «los organismos políticos», «las energías de la patria», «el sentimiento público», «la alteza y respetabilidad de los cuerpos colegisladores» y otras cosas tales; ninguno le ganaba en desinterés, ni en celo, ni en instinto político, y pocos, muy pocos, llegarían a aventajarle en el modo y manera de utilizar con honra propia y decoro del sistema «la tribuna del Parlamento». Esto era «obvio, de toda notoriedad e inconcuso», y, sin embargo, su nombre no aparecía jamás entre aquellos otros, tan traídos y tan llevados, ni había un papanatas que le siguiera, ni un mal periodista que le preguntara su parecer sobre la política del Czar y las últimas circulares de nuestro ministro de Estado.

Por otra parte, aunque yo debo ser humilde, y aunque lo soy, soy también muy orgullosa en cierto sentido. Es el orgullo que nace de mi propia humildad.

Por eso continuaba admirando en su joven amigo la fiera independencia del carácter, la increíble fuerza de que había dado muestras para salir triunfante en la lucha por la existencia que para él había sido tan ruda, la brusca franqueza de su palabra propia del hombre primitivo nacido para el combate.

Maltrana, a pesar de la miseria de su propia casa, sentía compasión al ver las viviendas de estas gentes. Eran tabucos cuyo suelo, de tierra apisonada, estaba mucho más bajo que la calle. No tenían tabiques, y cuando el pudor exigía la separación de lechos, salían del apuro colgando de una cuerda una manta vieja.

Uno de los efectos que he notado, y creo que puede observarse más ó menos en cada persona que haya tenido uno de esos destinos, es que al paso que el hombre se reclina en el brazo poderoso de la República, su propia fuerza individual le abandona.

Es la primera la de que España, cuando la conquista muslímica, tenía su ciencia propia, de la que dan testimonio clarísimo no pocos escritores y sabios, descollando entre todos San Isidoro de Sevilla, y que esta ciencia, á pesar de las persecuciones y tiranías de los conquistadores, continuó luciendo entre los muzárabes ó pueblo cristiano vencido, y dió altas muestras de en el abad Sansón, en San Eulogio y en Alvaro de Córdoba.

La Pitusa tenía mucho calor, y cogiendo un abanico que junto a la almohada tenía, empezó a abanicarse. Es preciso que lo sepas volvió a decir Maxi con cierta frialdad implacable, propia del hombre acostumbrado al asesinato . Tu verdugo no se acuerda ya de ti para nada, y ahora tiene amores con otra mujer.

Luego la hermoseó con templos y palacios espléndidos y con casi inexpugnables fortalezas. Tal fue el maestro de Palmira. Al volver victorioso de los persas y antes de entrar triunfante en la ciudad, tuvo en el desierto un raro coloquio con dos genios: el de la vida y el de la muerte: y logró la inmortalidad, ó al menos una prolongadísima duración de la existencia propia.

Hay algo que el celibato no perjudicará ni disminuirá, y es vuestra propia personalidad, o, más sencillamente, las probabilidades de gozar honradamente de la vida que os ofrecen vuestro corazón, vuestra inteligencia y hasta vuestras facultades físicas, desarrolladas con cuidado. El celibato no es, en suma, más que una desgracia negativa, la falta de una añadidura.