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Ahora recordaba las veces que le había encontrado por la mañana en el camino, y hasta le parecía que Tonet procuraba marchar siempre al mismo paso que ella, aunque algo separado para no llamar la atención de las mordaces hilanderas.... En ciertas ocasiones, al volver bruscamente la cabeza, creía haberle sorprendido con los ojos fijos en ella...

También ella le quería; y toda la noche, hasta en sueños, estuvo oyendo, murmuradas por mil voces junto á sus oídos, la misma frase: «Perqu'et vullcNo esperó Tonet á la noche siguiente. Al amanecer le vió Roseta en el camino, casi oculto tras el tronco de una morera, mirándola con zozobra, como un niño que teme la reprimenda y está arrepentido, dispuesto á huir al primer gesto de desagrado.

Pero con el egoísmo de su dicha, Tonet se preocupaba tanto de los tacos y amenazas de su amo, como la hilandera de su temido padre, ante el cual sentía ordinariamente más miedo aún que respeto. Roseta tenía siempre en su estudi algún nido, que decía haber encontrado en el camino.

Y fué por entonces cuando Batiste, el día de su sentencia en el Tribunal de las Aguas, la vió en el camino acompañada de Tonet. Pero no ocurrió nada. El dichoso incidente del riego salvó á la muchacha. Su padre, contento de haber librado su cosecha, limitóse á mirarla varias veces con el entrecejo fruncido.

La gente veía en él algo de la extravagancia misteriosa de su abuelo el pastor, y todos lo consideraban como un infeliz, tímido y dócil. La hilandera se animó con su compañía. Era más seguro para ella marchar al lado de un hombre, y más si éste era Tonet, que inspiraba confianza.

Roseta se mostraba tranquila: había conocido á su compañero apenas la saludó. Era Tonet, el nieto del tío Tomba, el pastor: un buen muchacho, que servía de criado al carnicero de Alboraya, y de quien se burlaban las hilanderas al encontrarle en el camino, complaciéndose en ver cómo enrojecía, volviendo la cara, á la menor palabra.

Lo dijo aproximándose á ella hasta lanzarle su aliento á la cara, brillándole los ojos como si por ellos se le saliera toda la verdad; y después de esto, arrepentido otra vez, miedoso, aterrado por sus palabras, echó á correr como un niño. ¡Tonet la quería!... Hacía dos días que la muchacha esperaba estas palabras, y sin embargo le causaron el efecto de una revelación inesperada.

Pero este alejamiento no podía prolongarse para los novios impacientes, y un domingo por la tarde, Roseta, inactiva, cansada de pasear frente á la puerta de su barraca y creyendo ver á Tonet en todos los que pasaban por las sendas lejanas, agarró un cántaro barnizado de verde, y dijo á su madre que iba á traer agua de la fuente de la Reina. La madre la dejó ir.

Le habló, preguntándole de dónde venía, y el joven sólo supo contestar vagamente con su habitual timidez: «D'ahí... d'ahí...» Luego calló, como si estas palabras le costasen inmenso esfuerzo. Siguieron el camino en silencio, separándose cerca de la barraca. ¡Bòna nit y grasies! dijo la muchacha. ¡Bòna nit! y desapareció Tonet marchando hacia el pueblo.

Pensaba en su ensueño. Se imaginó estar en pleno delirio, viendo extravagancias, y varias veces volvió la cabeza creyendo percibir en la obscuridad aquel perro que le lamía las manos y tenía la cara de Tonet, recuerdo que aún le hacía reir.