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¡Los réditos! ¡Cuántas veces, por causa de ellos, se había golpeado la frente con los puños cerrados! ¡Cuántas veces había corrido, obsesionado, atontado, a través de los campos fangosos, para escaparse de esa tropa de demonios chispeantes; cuántas veces, en un acceso de loco furor, rompió con el puño algún utensilio, arado o vara de coche, como si cualquier arma le hubiera parecido buena para combatirlos!

Y entonces Barbacana ¿por qué se ha declarado a favor del señorito? Porque Barbacana va con los curas a donde lo lleven. Ya sabe lo que hace.... Usted, un suponer, está ahí hoy y se larga mañana; pero los curas están siempre, y lo mismo el señorío... los Limiosos, los Méndez.... Y dando suelta al torrente de su rencor, el cacique añadió apretando los puños: ¡Me caso con Dios!

Isidora visitaba a su hermano dos veces por semana, llevándole ropa y golosinas. Algunas veces se encontraba en la cárcel a la Sanguijuelera, que iba con fin semejante; y ambas se trataban de palabras, distinguiéndose la vieja por la procacidad de su lenguaje y erizado de puños y el ningún respeto que a su sobrina tenía.

¡Infame! contestó María apretando los puños con rabia , me pones entre la espada y la pared. Una hora después de esta escena, María estaba medio recostada en un sofá; el duque, sentado cerca de ella; Stein en pie, tenía en sus manos las de su mujer, observando el estado del pulso. No es nada, María dijo Stein . No es nada, señor duque: un ataque de nervios que ya ha pasado.

La señora repiqueteó con los dedos sobre el cristal y Pampa dió un salto, despertada bruscamente por este llamamiento, que ella conocía bien. ¡Voy, niño, voy! barbotó medio dormida. Ambos puños en los ojos, entró sin darse mayor prisa. ¡Vamos! no la dejarían tranquila nunca.

No sabemos... Es un expósito. ¡Mire usted, por Dios, qué hermoso, es Amalia! La señora le contempló un instante con marcada frialdad y dijo: Acaso alguna pobre lo habrá dejado para recogerlo enseguida. No, no; hemos registrado el portal. La calle está desierta... La criatura a todo esto empezaba a chillar, agitando con incierto movimiento sus puños crispados, que parecían dos botones de rosa.

Se dejó caer en una silla: puso ambos puños cerrados en su cara y en sus rodillas ambos codos, y así permaneció más de media hora sumido sin duda en un mar de reflexiones amargas. Cualquiera, si le hubiera visto, hubiera sospechado que acababa de asesinar a Pepita. Pepita, sin embargo, apareció después.

Tomás Cardoso replicó a Morsamor no con razones sino con quejas. La conversación se fue agriando y se trocó en disputa. Los dos interlocutores estaban solos. Cardoso había echado a rodar todo respeto. Tenía muy poca fe en la elocuencia de sus razonamientos y sobrada fe en la energía de sus puños.

Sus músculos eran de acero, y su sangre fogosa se avenía mal con la quietud. Como pudiera, más se cuidaba de prolongar los trabajos que de abreviarlos. Planchar y lavar le agradaba en extremo, y entregábase a estas faenas con delicia y ardor, desarrollando sin cansarse la fuerza de sus puños.

Y se le humedecían los ojos, cerrando los puños con desesperación. No se ponga usted así, Gallardo. Lo que yo hice fue un gran bien para usted... ¿No me conoce aún bastante? ¿No se cansó de aquella temporada?... Si yo fuese hombre, huiría de mujeres de mi carácter. El infeliz que se enamore de es como si se suicidase. Pero ¿por qué se fue usté? insistió Gallardo.