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Había creído a veces que no bajaría la cuenta de doce o diez y seis mil reales, y esta sospecha le ponía fuera de ; otras no la conceptuaba superior a cuatro mil.

Yo quiero que me lo impidan. ¿Para qué? Para arrancarla de las garras que la sujetan; para romper las barreras que la religión y la nacionalidad ponen entre ella y yo; para reírme en las barbas de doce obispos y de cien nobles finchados, y derribar a puntapiés ocho conventos, y hacer burla de la gloriosa historia de diez y siete siglos, y restablecer el estado primitivo.

Dia 23. A las doce de él, viendo que aun no parecia el expresado capitan Encinas, mandè aprontarse

En cuanto llegó á poder del califa, dispuso éste que fuese colocada en la alcoba ó dormitorio del pabellon oriental, conocido por el salon de la familiaridad y del solaz, y mandó agregar á su ornato doce figuras de oro bermejo incrustadas de perlas y esquisita pedrería, labradas en los talleres reales de Córdoba, representando diversos animales.

No me lo expliques dijo la señora, cuyo acentillo andaluz persistía, aunque muy atenuado, después de cuarenta años de residencia en Madrid . Ya estoy al tanto. Al oír las doce, la una, las dos, me decía yo: 'Pero, Señor, por qué tarda tanto la Nina?. Hasta que me acordé... Justo.

Era una manada de salvajes, compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña más chica, y otros dos chavales, cuya edad y sexo no se podía saber. Tenían todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros, hechos con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte.

Cuando salieron de Madrid habían dado ya las doce de la noche. Era clara y fría como suelen serlo las del invierno en la capital de España. El disco de la luna resplandecía sobre la llanura árida que se extiende a entrambos lados de la carretera. La augusta serenidad del cielo tachonado de estrellas no logró mitigar la tortura del artista.

»Estando ella y yo en Ville d'Avray cuando ella sólo contaba nueve años y yo doce concebimos un día un proyecto cuya sola idea nos llenaba de temor y regocijo. Nos proponíamos ir solos y de ocultis al otro lado del bosque, a casa de un floricultor de Glatigny en busca de un ramo para ofrecérselo al doctor en el día de su santo.

¿Pero cómo? exclamaba ésta. Verás... voy á darte las señas... Es un caballero, no es un aldeano... guapo... rico... le conoces. Demetria permaneció un instante pensativa. ¿D. Antero? preguntó al cabo inocentemente. Flora soltó una carcajada. ¡Pero, niña, no estás sana de la cabeza! Si don Antero tendrá unos treinta años y yo voy á cumplir diez y ocho... ¿Me había de tener á los doce?

Los chicos, al oir el consabido epíteto, sonrieron maliciosamente, señal de que el apodo puesto al maestro por nosotros diez años antes, seguía en uso. Los bribonzuelos reían y se miraban unos a otros con caritas de diablillos regocijados. Vamos: prosiguió os doy la mañana, a fin de que celebréis la llegada de mi discípulo muy amado. Pero, oídme; nadie se irá hasta que suenen las doce.