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Continuaba nevando, y todo lo vi negro por el cielo y blanco por la tierra, sin que turbaran la serenidad de aquel cuadro melancólico otros rumores que los del río, muy encrespado con los tributos de las pasadas celliscas y el que estaba recogiendo de la nieve que se deshacía a su contacto con él.

La presencia de doña Manuela y Leocadia evitó una cosa horrible; Pepe, conteniéndose al mirarlas, se limitó a decir a su hermano, con la voz engañosamente tranquila, pero llena de energía: ¡Vete! Soy capaz de matarte. Lo creo repuso el cura, procurando aparentar serenidad y dirigiéndose hacia su cuarto muy despacio. ¡No! le gritó Pepe ¡no, infame; a tu cuarto no, a la calle!

La pareja de los viejos Hellinger, sentados a la mesa para el desayuno, presentaba la imagen de la tranquilidad y de la serenidad más perfectas.

Arturo, de pronto, se puso pálido; pero recobrando en seguida su serenidad, calóse el sombrero, y respondió con descaro y cierta altivez: Nada hay en mi vida cuyo recuerdo pueda abochornarme; por lo tanto, le exijo a usted una explicación de esas palabras que me ha dirigido en son de afrenta.

El trabajo es sin duda una ley sagrada, pues me basta hacer la más ligera aplicación de él, para sentir un no qué de contento y de serenidad. El hombre no ama al trabajo y sin embargo no puede desconocer sus inefables beneficios; cada día los experimenta, los goza, y al día siguiente vuelve á emprenderlo con la misma repugnancia.

Pero aún tuvo aquel hombre fuerza y serenidad para retroceder algunos pasos: arrastró al chico, y al dejarlo en salvo sobre el piso de la nave, cayó rendido a la violencia del dolor. Recogiéronle sus compañeros, y por no tener enfermería la fábrica, le llevaron sentado en una silla al hospital cercano, donde aquella misma tarde hubo que desarticularle el codo.

Por desgracia mi entusiasmo es grande y no me deja acudir con serenidad a mi escasísima ciencia. Lo primero que no es qué plan seguir; dentro de qué términos encerrarme.

Por lo que relata el padre vicario entreveo que en el alma de Pepita Jiménez, en medio de la serenidad y calma que aparenta, hay clavado un agudo dardo de dolor; hay un amor de pureza contrariado por su vida pasada.

Pepita, que ya no lloraba y que se había enjugado las lágrimas con el pañuelo, contestó tranquila: Está bien, padre; yo me alegraré; casi me alegro ya de que se vaya. Deseando estoy que pase el día de mañana, y que, pasado, venga Antoñona a decirme cuando yo despierte: «Ya se fue D. Luis». Vd. verá cómo renacen entonces la calma y la serenidad antigua en mi corazón.

Y la pobre mujer, no pudiendo resistir más, cubríase con el abanico los lacrimosos ojos, mientras doña Manuela le recomendaba la serenidad. No llore usted, Teresa; eso es lo que le gustaba al mío. Los hombres gozan haciéndonos padecer. Todo menos llorar. Cuando usted hable con Antonio, muéstrese seria y altiva. Nada de cariño; si no, los muy pillos se esponjan y se engríen. ¿Hablarle yo?