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Sacramento iba sonriente, locuaz, deleitándose en respirar, como excitada por la viveza del aire: Soledad callada, distraída, viendo las cosas sin mirarlas, oyendo, hablar a su hermana sin fijar la atención.

Quien está en posesion de su entendimiento, de la voluntad, del hombre entero, son las pasiones; esas reglas morales las conservan, por decirlo así, archivadas en lo mas recóndito de su conciencia; ni aun gustan de mirarlas como objeto de curiosidad, temerosos de encontrar en ellas el gusano del remordimiento.

Por las calles y plaza á las ventanas Se ponen, que es contento de mirarlas: Con ricos aderezos, muy galanas, Y pueden los que quieren bien hablarlas, No se muestran esquivas, ni tiranas, Que escuchan á quien quiere requebrarlas, Y dicen el rebozo chistecillos, Con que engañan á veces á bobillos.

Cuando tornaban á casa al caer de la tarde, con los cabellos en desorden y las mejillas atezadas, involuntariamente fijaban la vista en el escudo de la fachada. Los leones de piedra parecían mirarlas tristemente con sus órbitas inmóviles. Un pensamiento de indefinible y vaga melancolía rozaba suavemente las cándidas frentes de las señoritas de Estrada. Esto duraba un instante.

La pobre madre, al mirarlas, temblaba toda, sintiéndose herida en lo más delicado y sensible de su íntimo ser. ¡Extraña alianza de las cosas! ¡Cómo lloraban aquellos pedazos de barro! ¡Llenos parecían de una aflicción intensa, y tan doloridos, que su vista sola producía tanta amargura como el espectáculo de la misma criatura moribunda, cuando miraba con suplicantes ojos á sus padres y les pedía que le quitasen aquel horrible dolor de su frente abrasada!

Después de mirarlas como si nunca en su vida hubiera visto luces, salió de la Terrible y subió hacia la Trascava. Antes de llegar a ella sintió pasos, detúvose, y al poco rato vio que por el sendero adelante venía con resuelto andar el señor de Celipín.

Echando por el suelo, y derrocando Las torres muy hermosas y lucidas; A las calles se salen suspirando Las damas, de temor amortecidas Quedaban, que era lástima mirarlas, Y mas que no hay quien pueda consolarlas. Quedó de este temblor tan arruinada, Y tan perdida Lima, que ponia Espanto nuevo en verla mal parada. Que piedra sobre piedra no tenia.

Pero todas las madres de niñas casaderas las adoraban, no se hartaban de bendecirlas y adularlas. Saludábanlas de media legua, y al salir de la iglesia se apresuraban a ofrecerles el brazo para que se apoyaran. En cambio, las que tenían algún hijo varón en edad de casarse solían mirarlas con recelo y antipatía, las llamaban por lo bajo chochas y entremetidas.

Ya me dan anseo las cuestas arriba con solo mirarlas, y la mano que ayer venteaba gustosa el apero o el hacha con que yo me entretenía en la tierra de labor o en la espesura del monte, hoy me pide el paluco del tullido, como el puntal de sostén el jastial resquebrajado; y lo que es peor que todo ello, que el ánimo va cantando al son de la osamenta que se descuajaringa y no puede ya con el pellejo.

Los padres de familia cuidan poco o nada de la educación de los hijos, ni de su alimento y vestuario, porque de todo ha de cuidar el común, quien a su placer los emplea donde y conforme les parece, desde que son capaces de hacer algo; tampoco anhelan por adquirir bienes que dejarles a sus hijos, ni tienen idea de lo que es herencia, ni aun de la propiedad actual de las cosas, porque la costumbre de dejarlas, y de verlas dejar de otros para ir a donde el común los destina, les hace mirarlas con indiferencia y abandonarlas sin sentimiento.