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Cerca de media hora estuvo abrumando a los Faraones y sus súbditos con tales cuchufletas. «¿Dónde tenían la cabeza aquellos hombres que adoraban tales inmundicias?».

Jóvenes cuya distinción entusiasmaba á doña Elena prorrumpían en apóstrofes contra las corrupciones de París, corrupciones que habían estudiado á fondo velando hasta la salida del sol en las virtuosas escuelas de Montmartre. Todos adoraban á Alemania, donde no habían estado nunca ó que conocían como una sucesión de imágenes cinematográficas. Aplicaban á los sucesos un criterio de plaza de Toros.

Y como Artegui, silencioso y apretados los labios volviese a otra parte la cabeza, murmuró la niña, en voz suave como una caricia: Don Ignacio, el padre Urtazu me ha dicho que había unos hombres que no querían admitir lo que la Iglesia enseña y creemos nosotros, pero que allá... a su manera, a su capricho, en fin, adoraban a un Dios que ellos se forjaban... y creían en la otra vida también, y en que el alma no muere al morir el cuerpo.... ¿Es usted de esos?

Aquellos grandísimos puercos que adoraban gatos, puerros y cebollas, le hacían mucha gracia al orador sagrado. «¡Con qué sandunga les tomaba el pelo a los egipcios!», según expresión de Joaquinito Orgaz, religioso por buen tono y que creía sinceramente que era un disparate la idolatría.

EVARISTA. ¿Y ya mayorcita, cuando vivías en Hendaya... también...? ELECTRA. Los primeros años nada más. Jugaba yo entonces con muñecas vivas: los pequeñuelos de mi prima Rosaura, niño y niña, que no se separaban de : me adoraban, y yo a ellos. De noche, en la soledad de mi alcoba, los niños dormiditos, aquí ellos... yo aquí. EVARISTA. ¡Oh! no sigas, por Dios.

Hacía algunos años, desde que le dieron «la alternativa» en la Plaza de Toros de Madrid, que venía a alojarse en el mismo hotel de la calle de Alcalá, donde los dueños le trataban como si fuese de la familia, y mozos de comedor, porteros, pinches de cocina y viejas camareras le adoraban como una gloria del establecimiento.

Qué júbilos de alegría sentía en el corazón y qué lágrimas de consuelo le corrían de los ojos al P. Caballero, confiesa él mismo que no lo podía explicar, acordándose que aquellos mismos que ahora con tanta veneración adoraban la cruz, y en ella á Jesucristo, eran los que poco antes adoraban á los demonios feos y abominables.

Supe que se llamaba Ben-Farding, y que habitaba en lo más hondo de esos palacios subterráneos que se encuentran en la Alcazaba, y que en otro tiempo fueron templos en donde se adoraban los ídolos de los reyes Rumíes. Ben-Farding está poseído de la locura más extraña que se puede imaginar.

Se iba al Vivero muy a menudo; se corría por el bosque, por la galería que rodeaba la casa, por la huerta, por la orilla del río. Todos parecían cómplices. Obdulia y Visita adoraban a la Regenta, eran esclavas de sus caprichos, se la comían a besos; juraban que eran felices viéndola tan tratable, tan humanizada. Y jamás una alusión picaresca, ni una pregunta indiscreta, ni una sorpresa importuna.

10 los veinticuatro ancianos se postraban delante del que estaba sentado en el trono, y adoraban al que vive para siempre jamás; y echaban sus coronas delante del trono, diciendo: 11 Señor, digno eres de recibir gloria y honra y virtud, porque creaste todas las cosas, y por tu voluntad tienen ser y fueron creadas.