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Quisiera ver una planta de jazmín grande, grande, que me diera sombra. ¡Y cómo me quedaría yo embelesada, viendo las mil florecillas caer sobre mis hombros, y prendérseme en el pelo!... Yo sueño con tener un magnífico jardín y una estufa... ¡Ay! esas estufas con plantas tropicales y flores rarísimas, quisiera verlas yo. Me las figuro; las estoy viendo... me muero de pena por no poder poseerlas.

No había más que verlas en el palco abanicándose con negligencia, mientras una gran parte de los señores del tendido, puestos de pie y volviendo la espalda al redondel, las miraban fijamente, con ojos de deseo. El señor Cuadros estaba orgulloso de su situación. No podía quejarse de la vida.

Me parecía que doña Salomé estaba revoloteando encima de mi, mostrándome sus ojos rencorosos y sus uñas terribles; me parecía que doña Paz estaba detrás de la cama, y que de tiempo en tiempo sacaba el brazo para abofetearme. Estuve temblando y envuelta en mis sábanas para no verlas; pero siempre las veía. ¡Qué feas son!

Lo otro, que como andaban por esos lugares y les leen unos y otros Comedias, tomábanlas para verlas y hurtábanselas, y con añadir una necedad y quitar una cosa bien dicha, decían que era suya; y declaróme como no había habido Farsantes jamás que supiesen hacer una copla de otra manera.

Arremolinábase la gente al verlas pasar, las damas las saludaban con los pañuelos desde los coches, arrojándoles flores muchas de ellas, y una turba de gomosos a caballo trotaban a uno y otro estribo del coche, a guisa de caballerizos. De esta manera triunfal hizo Currita su entrada en la Castellana.

Pero en lo que mayormente sobresalían todas era en el arte de arreglar sus propios perendengues. Los domingos, cuando su mamá las sacaba a paseo, en larga procesión, iban tan bien apañaditas que daba gusto verlas. Al ir a misa, desfilaban entre la admiración de los fieles; porque conviene apuntar que eran muy monas.

Su ascensión había sido veloz, casi a todo correr, como si temiera llegar tarde a un lugar de cita que no conocía con certeza. Inmediatamente reanudó la marcha. Dos palomas silvestres salieron de la maleza con el sonoro plumeo de un abanico que se abre, pero el cazador pareció no verlas.

Vista fue ésta que admiró a Sancho, suspendió a don Quijote, hizo parar al sol en su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso silencio a todos cuatro.

Pero ¿por qué, hombre de Dios? ¿No le parecen a usted de peso las razones que le he dado? que me lo parecen; pero yo también tengo otras que no dejan de pesar en contrario sentido. A verlas. ¡A verlas!

Estaba segura de verlas á su placer todo el tiempo que quisiera. A los pocos días empezó á circular el rumor de que la princesa Lubimoff se casaba con el español. Ella misma había lanzado la noticia, sin cuidarse de conocer antes la voluntad de su futuro marido. Las razones con que pretendía justificar su decisión no podían ser de más peso.