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Vamos, amigo Rocchio, no sea usted malo, que no es tan fiero como quiere hacerse; no es la primera vez que usted me concede plazos, y más largos todavía. Será en junio... ¡piense cómo está el mercado! ¡hasta Schlingen! Rocchio, siempre encrespado, refunfuñaba: Y su alhajita de primo, el joven Vargas, también me dará la castaña... No dijo Jacintito, no le he visto. Con que quedamos que en junio.

Continuaba nevando, y todo lo vi negro por el cielo y blanco por la tierra, sin que turbaran la serenidad de aquel cuadro melancólico otros rumores que los del río, muy encrespado con los tributos de las pasadas celliscas y el que estaba recogiendo de la nieve que se deshacía a su contacto con él.

El cielo se había obscurecido: ella miraba los vapores grises que subían por las cuestas de las montañas y envolvían la vegetación: miraba el lago gris y encrespado, que parecía de plomo; los árboles se doblegaban al impulso del viento, perdían sus primeras hojas. Yo la acompañaba mentalmente en su pensamiento elegíaco delante de la visión otoñal.

Formaba su rostro el mismo óvalo perfecto, con la barba un poco saliente, los ojos pardos hermosísimos, el cabello castaño, encrespado en artísticos remolinos naturales sobre una frente ancha y nobilísima, que parecía hecha expresamente para ceñir los laureles de una corona.

Aquellos ojos negros velados por largas pestañas, aquel cabello encrespado, los rasgos pronunciados de su rostro trigueño, la anchura de su cuello y lo fornido de sus hombros acusaban sin ninguna duda el temperamento sanguíneo puro. En toda la comarca era temido por sus ímpetus y amado por su franqueza y generosidad. La vida de Pedro antes era la de un labrador bien acomodado.

Esa cadena es el término del encrespado y áspero sistema orográfico de las antiguas provincias de Chablais y Faucigny, comprendidas entre la hoya del Arve y el lago Leman.

Cuando llegó á Nápoles, fatigado por un viaje de cuarenta y ocho horas, le pareció que el cochero se dirigía con demasiada lentitud hacia el viejo palacio de Chiaia. Al atravesar el zaguán con su pequeña maleta, le cortó el paso la portera, gruesa comadre de pelo encrespado y polvoriento, que sólo había entrevisto algunas veces en las profundidades de su caverna.

Y junto con un temblorcillo instintivo, experimentó cierta satisfacción. Le dolía que le perdonasen el golpe, como si fuera él un irresponsable. Al ver la actitud agresiva de Tono, púsose en guardia, como un gallito encrespado, pero los dos se contuvieron, notando que llamaban la atención de algunos albañiles que con el saquito al hombro pasaban camino del andamio.

Habían entrado en la finca algunos paisanos de los que bebían en el lagar, para seguir haciéndolo en compañía del excusador y Celesto. La tía Eugenia charlaba con la tabernera algo más lejos. Al cabo de un rato había estallado ya fuerte disputa metafísica entre don José y el seminarista, que los aldeanos escuchaban boquiabiertos. Versaba sobre la diferencia que existe entre la sustancia y el atributo, las cosas que existen per y las que sólo existen con relación a otras. Los campeones sostenían encendidos, encolerizados, sus opiniones, tomando como ejemplo para la defensa los objetos tangibles que tenían delante, el jarro, los vasos, los tenedores. Tanto se fue enredando la disputa y tan altas fueron las voces, que Andrés y sus amigos se acercaron. Y pasando de lo abstracto a lo concreto, llegaron a proferirse de la una y la otra parte palabras insultantes y feas. Por último, sonó una bofetada. Hubo datos al instante para creer que quien la había recibido era la mejilla izquierda de Celesto; el cual, lejos de presentar la derecha, como aconseja el Evangelio, se fue sobre el diminuto eclesiástico, iracundo y encrespado, y seguramente le hubiera causado algún grave desperfecto con sus manos sacrílegas a no haberle tenido Andrés y los paisanos. Con todo, mientras hacía inútiles esfuerzos por desasirse, anunciaba verbalmente su intención irrevocable de cortar las orejas al excusador.

Por último, vino el juez de primera instancia acompañado de la Guardia civil; y así y todo costó Dios y ayuda deshacer aquella maraña de carne, y apaciguar las olas de aquel mar encrespado por primera vez en cuanto alcanzaba la memoria de los más viejos de la villa.