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Ya cantó el gringo murmuró Jacinto. ¿Con qué piensas pagarlos? preguntó otra vez Esteven. Silencio prolongado, obstinado de Jacintito.

¡Ah, Gregoria, Gregoria, si no sabes de la misa la mitad! exclamó don Bernardino con un gesto desesperado. Y soltó la bomba. ¡Si allí el arruinado no era solo Jacintito, sino él también, el opulento, el millonario don Bernardino Esteven! Desgarró la manta, tal fué la crispadura de sus dedos.

Mira, si hicieras lo que yo, no tendrías esa cara; te has metido en la Bolsa, y me parece que te han pegado una soba... no lo niegues; ¡si yo que tenías a Jacintito de compañero, y Jacintito ha salido disparado... bueno, ya te enojas otra vez! no te diré nada.

La mejor jugada es no jugar contestaba. No insistía porque, al fin y al cabo, Jacinto iba a la Bolsa de su cuenta y riesgo, y tenían además las espaldas bien guardadas, pues detrás de la razón social estaba la robusta fortuna de don Bernardino. Antes de la una, salía Jacintito para la Bolsa, después de charlar en el escritorio con los amigos y discutir con míster Robert.

Ayer no poseían un centavo y hoy se les saca el sombrero. Yo quiero hacer como ellos y ser como ellos. Bien se veía que el tal Jacintito le había imbuído aquellas ideas; ¡si siendo Esteven no podía ser bueno!

¿Su tío? exclamó don Raimundo con desdén, ya lo veremos para junio; entretanto, abur, joven, que no estoy para perder tiempo. Igual cosa aconteció, cuando Jacintito trató de echar mano de sus faldones, como ahogado que se agarra a un cable. El solo nombre de Esteven, produjo en el prestamista desgraciado efecto; no, no tenía dinero disponible, y mucho lo sentía: más tarde, después, quizá...

En definitiva, el chico de Esteven cargaba con los gastos de representación de Quilito, comodidad muy grande e inapreciable para el que no tiene en su presupuesto partida tan importante y necesaria. Quilito pasaba por el rodrigón de su primo Jacinto, y a él acudía siempre aunque, por delicadeza, no dejaba de hacerlo también con X *, Y * Z * y los demás de su círculo. Vaya por Jacintito, pues.

¿Y su papá de usted? preguntó don Raimundo bajando la voz, ¿qué tal le va en medio de esta marejada? Me habían dicho que tuvo pérdidas de consideración el último mes y que dos quebrados le dejaron clavado. ¡Macanas! respondió Jacintito con desprecio; el viejo sabe lo que se hace. Muchas veces por saber demasiado, se yerra peor, mi amigo.

La enfermedad alteró el carácter de Pilar, y se hizo caprichosa, díscola y regañona; tenía antojos estrafalarios, como el que se le ocurrió un día, de hacerse llevar por el patio en un carro de mano, que servía de distracción a Jacintito, el niño de Gregoria, tirando de él su marido, a guisa de caballo; y accesos de mal humor tan violentos, que llegó, una vez, a arrojar por la ventana una taza de manzanilla, porque tenía demasiado azúcar.

El primero que caía era mi señor hermano, por ladronazo y sin entrañas; ¡qué bala más bien puesta y más merecida! luego mi sobrino Jacintito, por botarate y sinvergüenza, y ese portugués, que se me figura un lagartón de marca mayor. ¡Y tantos otros! a éste quiero, a éste no quiero ¡zás! ¡zás! ¡zás! ¡Qué limpia más necesaria y más útil!