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El doctor y Petrov callaban; Pomerantzev se divertía en hundir los pies entre las hojas secas, y miraba a cada instante atrás, para ver si quedaban huellas. Charlaba acerca del otoño en Crimea, aunque él no había estado allí nunca; acerca de la caza, que no conocía, y acerca de otras muchas cosas incoherentes, pero divertidas y no desprovistas de interés. ¡Sentémonos! propuso el doctor.

Cuando se hallaba entre los viejos del café Suizo no se acordaba de que le aguardaban los jóvenes bulliciosos de la Gran Peña para perpetrar alguna terrible broma; cuando charlaba con sus amiguitos del café del Siglo, gente de humilde posición, parecía ignorar la existencia de sus compañeros los duques del club de los Salvajes.

Aunque hablaba bien el inglés, su manera de hablar en español y francés revelaba el acento del alemán meridional, como su fisonomía revelaba al israelita. Nosotros teníamos nuestros motivos para creer que pertenecía á la raza industrial de otro compañero de diligencia, comisionista hordelés que charlaba hasta por los bolsillos, sin perjuicio de los codos.

Era alguna vieja contemporánea que les hacía reir y toser hasta reventar con historias antiguas. Don Rosendo charlaba en un rincón con don Melchor de las Cuevas. Explicábale un vasto proyecto de puerto, grandioso como todos los suyos. Porque no es posible representarse bien lo que había crecido la ciencia, ya grande, de Belinchón en los últimos años.

La calle en que habitaba, una calle del arrabal, tranquila y corta, con jardines y casitas bajas, me pareció más agitada que de ordinario. La gente charlaba formando corrillos delante de las puertas. La de la casa de Sieboldt estaba cerrada, pero las persianas no. Todo era entrar y salir las gentes con aspecto triste.

Cerca de ellas estaba la señorita de Morí, carirredonda, vivaracha, de ojos negros maliciosos, huérfana y rica. Un poco más allá la señora de Ciudad, dormitando sosegadamente hasta que llegaba la hora de recoger a las seis hijas que tenía diseminadas por los distintos parajes de la sala. Allá, en un rincón, su hermana María charlaba íntimamente con un joven.

A veces, charlaba largo rato, sin cesar un punto, con cierta excitación nerviosa que prestaba brillantez a su conversación y alarmaba a Currita; otras, enmudecía de repente y quedábase pensativo y preocupado, sin prestar apenas atención a lo que en torno de él se hablaba. Hallábase muy perplejo; había comprendido desde luego que aquella extraña carta era la respuesta del .

Clara, llorando también, acudió a consolarle y después que partió se sintió indispuesta. Elena había logrado tener sus martes. Desde las cuatro recibía en su lindo boudoir a los amigos y amigas de más intimidad. Se charlaba, se reía, se tomaba te, se comían bastantes emparedados y se decían no pocas tonterías.

Pero Pepe, aunque no muy avisado, como ya se ha dicho, había descubierto el secreto y no cejaba en sus ruegos hasta que lograba sacarla de casa. Paca salía como si la arrastrasen. Una vez fuera, mudábase al instante; se mostraba viva y jovial y charlaba por los codos.

Era, pues, indispensable que él fuese el libertador, el rescatador de Clarita. Á pesar de tener preocupado el ánimo con estas cosas, el Comendador ejercía tanto dominio sobre , que nada dejaba notar. Paseaba con Lucía por las huertas ó charlaba con ella y procuraba esquivar sus preguntas inquisitoriales. Así transcurrieron ocho días.