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Iré a ver a misia Petronila pensó la señora, y le ofreceré la finca en garantía; mi carácter no es para estos casos: nunca he pedido dinero a nadie y creo, estoy segura, que la vergüenza no me dejará hablar... Pero, ¿a quién acudir, si no? ¡Esto, antes que lo otro! Ya me tiemblan las piernas y me pongo colorada... A la calle otra vez. Pero, ¡fíese usted de los amigos y de sus ofrecimientos!

Después de breve pausa, prosiguió don Guillén: Mi primera misa la dije en la casa de campo de la Somavia. La duquesa fué mi madrina. Me regaló una rica casulla, bordada en oro. Entre sus arabescos, muy disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; del corazón cae un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una A equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera blanca. Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la duquesa; pero Su Ilustrísima, que no me había perdonado la antigua calaverada, me envió, apenas ordenado de mayores, a una parroquia rural inhospitalaria: San Madrigal de Breñosa. Allí tenían una hermosa finca los señores de Neira, de donde tomaron pie para el título; pero jamás iban, por lo muy apartado y fragoso de la comarca. Sucedió que a los dos años de estar yo en aquellos andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda, fué a guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muy devota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su capellán. Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad todavía, muy blanca, y simple que no cabía más. Sus ideas religiosas eran caprichosas, y aun cómicas. Creía que el cielo de los bienaventurados era un teatro, con su escenario y localidades para el público. Su marido, don Restituto, según ella, se había adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio y reservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de que su marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse de y en dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra matrona de

D. Félix hizo una descripción detallada del estado de su finca: algunos pomares habían cargado mucho; otros, en cambio, no tenían una sola manzana. Algo raro está pasando con la sidra terminó diciendo mientras arreglaba un pliegue del alba, que el maestro y el sacristán habían dejado mal. Antes los pomares producían un año y descansaban al otro.

Encontraba un placer nuevo ejerciendo de amo de la inmensa finca; creía de buena fe desempeñar una gran función social contemplando desde su sombreado retiro el trabajo de tanta gente, encorvada y jadeante bajo la lluvia de fuego del sol. Las muchachas extendíanse por las pendientes, con sus faldas de colores, como un rebaño de ovejas azules y sonrosadas.

Los núcleos principales, al tratar de retirarse con dirección al ingenio "Hatillo" fueron atacados fieramente por una compañía de infantería, destacada allí para defender dicha finca, y viéndose acosados por todas partes tuvieron que huir en todas direcciones, refugiándose en los espesos montes, donde fueron perseguidos durante algún tiempo. Supongo que el enemigo ha sufrido enormes bajas.

El ocupaba aquí una buena posición y vivía en compañía de sus hermanas, solteras también: ha legado su finca de Saint-Pierre indivisa a Alfonso y a Cecilia, su sobrina Mme. de Cessia; y sus bellas tierras de Monceau a su hermana la señorita de Lamartine, quien, a su muerte, las deja a Alfonso. Nadie resolvía nunca nada en la familia sin él o después de haber dado él su opinión.

¿De pocas?, ¡digo... pues si lo fuera de muchas...! Si usted el día que nació estaba charlando por siete. Dígame... ¿de quién es la casa? De su amo. Conque... Bastante hemos hablado... y finalmente: la finca es magnífica; está tasada en treinta y cinco mil duros. Sólo el pedernal de los cimientos y la berroqueña de la escalera valen un dineral. ¿Pues y las paredes?

En la primera comían el principal y su señora, las niñas, el dependiente más antiguo y algún pariente, como Primitivo Cordero cuando venía a Madrid de su finca de Toledo, donde residía. A la segunda se sentaban los dependientes menudos y los dos hijos, uno de los cuales hacía su aprendizaje en la tienda de blondas de Segundo Cordero. Era un total de diez y siete o diez y ocho bocas.

Los marqueses de L *, a quienes también ella profesaba aversión, cuando no estaban en el poder daban reuniones allá en su finca de la Mancha y ofrecían espléndido buffet a sus electores: cuando el marqués era ministro daban también reuniones, pero suprimían el buffet.

Si pudieras hacer algo decía, pero no, tienes las manos atadas, y, ¿acaso, una finca se enajena con la facilidad de un objeto cualquiera? hay que darse cuenta, Pablo, de la espantosa desgracia que pesa sobre nosotros. Quilito está obligado a pagar esa suma mañana, y si no puede, se matará; le conozco demasiado. ¡Todo, menos eso! repetía, don Pablo Aquiles, agitándose en el sillón.