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Aquel traje singular, aquel toro muerto, contra la costumbre, de un pistoletazo; aquel hombre que besaba la mano de una semisanta, de una prometida de Cristo, todo aquello contrastaba tanto con las enseñanzas recibidas, que la junta, el alcalde, el gobernador, se quedaron boquiabiertos, mientras que el que tan vivamente excitaba la curiosidad general, continuaba con los ojos inflamados y fijos sobre la monja, que, trémula y confusa, no tenía fuerzas para salir del palco.

Parecía que a través de los ramilletes pasaba un soplo primaveral que daba a las flores vida y lozanía. Los niños, atraídos por tanta belleza, dejaban sus sillitas, y paso a paso se iban colocando en torno de la florista. Con las manos detrás, ocultando el libro, permanecían largo rato, embobados y boquiabiertos, delante de tantas maravillas. A las doce concluía la tarea.

Algunas veces le oía llamar a nuestros gobernantes, jugadores de raqueta, comparando las leyes que las dos cámaras se envían diariamente una a otra, a volantes que los franceses, boquiabiertos, miran pasar con ojos plácidos, hasta el momento en que caen sobre sus respetables narices y se las aplastan. De donde saqué yo, para mi gobierno, algunas deducciones que referiré a su tiempo.

Habían entrado en la finca algunos paisanos de los que bebían en el lagar, para seguir haciéndolo en compañía del excusador y Celesto. La tía Eugenia charlaba con la tabernera algo más lejos. Al cabo de un rato había estallado ya fuerte disputa metafísica entre don José y el seminarista, que los aldeanos escuchaban boquiabiertos. Versaba sobre la diferencia que existe entre la sustancia y el atributo, las cosas que existen per y las que sólo existen con relación a otras. Los campeones sostenían encendidos, encolerizados, sus opiniones, tomando como ejemplo para la defensa los objetos tangibles que tenían delante, el jarro, los vasos, los tenedores. Tanto se fue enredando la disputa y tan altas fueron las voces, que Andrés y sus amigos se acercaron. Y pasando de lo abstracto a lo concreto, llegaron a proferirse de la una y la otra parte palabras insultantes y feas. Por último, sonó una bofetada. Hubo datos al instante para creer que quien la había recibido era la mejilla izquierda de Celesto; el cual, lejos de presentar la derecha, como aconseja el Evangelio, se fue sobre el diminuto eclesiástico, iracundo y encrespado, y seguramente le hubiera causado algún grave desperfecto con sus manos sacrílegas a no haberle tenido Andrés y los paisanos. Con todo, mientras hacía inútiles esfuerzos por desasirse, anunciaba verbalmente su intención irrevocable de cortar las orejas al excusador.