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Y la pobre mujer, no pudiendo resistir más, cubríase con el abanico los lacrimosos ojos, mientras doña Manuela le recomendaba la serenidad. No llore usted, Teresa; eso es lo que le gustaba al mío. Los hombres gozan haciéndonos padecer. Todo menos llorar. Cuando usted hable con Antonio, muéstrese seria y altiva. Nada de cariño; si no, los muy pillos se esponjan y se engríen. ¿Hablarle yo?

Temía que de pronto un ronquido grosero cortase esta música incomprensible para él, y que, por lo mismo, debía ser magnífica. Se pellizcaba las piernas para espabilarse; extendía los brazos; cubríase la boca con una mano para ahogar sus bostezos. Pasó mucho tiempo. Gallardo no estaba seguro de si había llegado a dormir. De pronto sonó la voz de doña Sol, sacándole de su penosa somnolencia.

Anduvo Febrer entre paredes de piedra seca que contenían pendientes bancales, y otras veces por senderos pavimentados de guijarros azules, que las lluvias de invierno convertían en encajonados barrancos. Luego dejó de ver tierras removidas y surcadas por el arado: el suelo compacto cubríase de bravia y espinosa vegetación.

Anticipadamente al día en que habia de celebrarse cuidábanse de allanar los «foyos et barrancas de las callesasí como limpiarlas del estiércol. Colocábanse toldos en el Corral de los Olmos, los tapices del Sr. Arzobispo en las Gradas y cubríase el suelo del templo y el de las calles, de juncias, alcacel y hierbas olorosas.

Gallardo volvió a casa para vestirse de «nazareno». La señora Angustias había cuidado de su traje con una ternura que la volvía a los tiempos de la juventud. ¡Ay, su pobrecito marido, que en esta noche cubríase con sus arreos belicosos, y echándose la lanza al hombro salía a la calle para no volver hasta el día siguiente, con el casco abollado y el tonelete perdido de suciedad, luego de acampar con sus hermanos de armas en todas las tabernas de Sevilla!...

Las arquerías que la dividian en tres naves nunca invadian el espacio destinado al coro, sino que la central y el presbiterio formaban con este una verdadera cruz latina. Cubríase el edificio con techumbre de madera y tejas planas, adaptando interiormente á los pares un entablado pintado, ó dejando descubierta la armadura.

Los ojillos verdosos y profundos estaban rodeados de arrugas, que parecían rayas de carbón por la suciedad de sus surcos. El traje era tan bizarro como su ancianidad. Cubríase con una especie de casulla de pieles de conejo, sujeta a la cintura por una cuerda. Su pantalón estaba resguardado en los muslos por zajones cortados de una alfombra vieja y adornados con cintajos iguales a los de la mula.