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Pues bien, señora, si este casamiento le conviene, y conviene igualmente á su señorita hija... Pero no, si él no me conviene... y no conviene á mi hija... Es un casamiento... ¡Dios mío, es un casamiento de conveniencia, eso es todo! ¿Debo comprender que es una cosa completamente arreglada? No, puesto que le pido consejo.

Y la joven se expresaba con serenidad, con frescura, como si se tratase de la honra de otra y aquel Roberto fuese un infeliz a quien calumniaban. Juanito no podía contener su asombro. ¡Dios mío! ¡qué gente aquélla! ¿Y era su hermana la joven que permanecía tranquila ante suposiciones ofensivas para su dignidad?

Y el buen hombre da vueltas en derredor mío, como picado por la tarántula. No crean, señores, sin embargo, que me dejé impresionar por sus visajes. Lo conocí hacía ya mucho tiempo para saber lo que el hombre podía tener en el vientre... Pero trátenme de sinvergüenza, si quieren, el hombre me gustaba. Y el ambiente también me gustaba.

»Yo, entonces, me volví al mío y me puse a escribir a usted esta carta. ¿Cómo le parece a usted, Antoñita, que se las arreglará el doctor para que su misma hija me ordene que parta?» «Mi partida se ha fijado para dentro de seis días y la misma Magdalena ha sido quien me ha rogado que parta. No me había, pues, engañado el doctor al prevenírmelo así.

Jamás había visto un vestido semejante ni una persona que le pareciese menos en armonía con la posición que parecía ocupaba cerca de gentes tan distinguidas y elevadas. Después de un cuarto de hora de una conversación animada, aquella mujer se levantó. Estaba lloviendo. El marqués la ofreció su coche, con grandes instancias; pero la duquesa le dijo: Padre, ya he mandado que pongan el mío.

Llevadla ahora mismo le dijo al duque de Lerma; le digo en ella que quiero verle, y cuanto más pronto le vea más pronto podré hablarle de vuestros negocios. ¡Oh, señora! ¡Cuánto os deberé si consigo recobrar mi dinero! exclamó Francisco Montiño. Pues id, id, amigo mío. De todos modos, yo tenía también que ir á ver á su excelencia. Pues adiós. Adiós. Adiós vos también, tío Manolillo. ¡Ah!

La fama de su hazaña la había precedido a Ica, adonde llegó una mañana, armada de asta y rejón, y abocándose a su marido le dijo: A Lima, señor mío, y a su casa si no quiere usted que haga en su personita otro tanto de lo que hice en la de Vilches, y lo deje tal que no sirva ni para simiente de rábanos.

En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unos brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voz temblorosa que exclamó: ¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano Santiago. Y los dos hermanos quedaron abrazadas y sollozando algunos minutos en medio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.

dos palabras importantes, mi general: «Mandarín» y «». El héroe se pasó la mano de gruesos tendones sobre la horrible cicatriz que le cruzaba la calva: «Mandarín», amigo mío, no es palabra china y nadie la entiende en este país. Es el nombre que en el siglo XVI, los navegantes de su patria, de su hermosa patria... Cuando nosotros teníamos navegantes... murmuré suspirando.

¿Eres , grandísimo pícaro, el que me has quitado el sueño? dijo el gigante, comiéndoselo con los ojos que parecían llamas. Yo soy, amigo, yo soy, que vengo a que seas criado mío. Con la punta del dedo te voy a echar allá arriba en el nido del cuervo, para que te saque los ojos, en castigo de haber entrado sin licencia en mi bosque.