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A la misa en la capilla remozada asistía siempre Nucha, oyéndola toda de rodillas, y retirándose cuando Julián daba gracias. Sin volverse ni distraerse en la oración, Julián conocía el instante en que se levantaba la señorita y el ruido imperceptible de sus pisadas sobre el entarimado nuevo. Cierta mañana no lo oyó. Este hecho tan sencillo le privó de rezar con sosiego.

En el espíritu de don Paco pudo, sin embargo, más que el deleite de ver a Juanita en la fuente o volviendo del albercón, la idea de que, estando ya muy remotos los siglos de oro, no era posible imitar a la princesa Nausicaa, sin rebajarse o avillanarse demasiado; y así, aconsejó y amonestó tantas veces y con tan discretas razones a Juanita para que no fuese a la fuente, apoyándole siempre la madre de ella, que Juanita cedió, al cabo, y dejó de ir a la fuente y al albercón, retrayéndose, además, de otros varios ejercicios y faenas que no son propios de una señorita.

Vámonos dijo Paz de pronto, con la voz ahogada por un sollozo; y dirigiéndose de nuevo hacia arriba, tomó la vuelta a San Isidro. Al entrar en la calle del Cuervo, vio a Tirso parado ante el escaparate de una cerería: iba de paisano, y sólo le reconoció al escuchar su voz. Estaba seguro la dijo tristemente de que vendría Vd. ¡Era verdad! No había Vd. mentido. Adiós, señorita.

Heme aquí frente a un turco por una imperdonable torpeza; porque yo no tengo motivos para querer mal a ese pobre muchacho... La chica, por otra parte, me es del todo indiferente... ¡Que se la quede en buen hora! ¡Degollarse dos personas decentes por la señorita Victorina Tompain!... El maldito puñetazo es lo que no tiene arreglo...

En esto pensaba la pobre Herminia mientras la señorita Guichard, incapaz de dominar su agitación, se paseaba por el salón, con las manos en la espalda y el cuerpo inclinado, en una postura meditabunda, digna de Napoleón. Una tempestad formidable se formaba desde la víspera en su cerebro.

Blas le puso en la cabeza el primogénito de todos los claques, en una mano las mugrientas carteras, en otra los dos duros que para el caso le dio la señorita; la puerta se cerró y oyose el pesado, inseguro paso del hombre eléctrico por las escaleras abajo. A no me divierte esto opinó Jacinta . Me da miedo. ¡Pobre hombre! La miseria, el no comer le habrán puesto así.

¿Y por qué pensabas eso? preguntó con inocencia Demetria. Porque... porque eres una señorita y yo no soy más que un pobre aldeano.

Apenas me habia vendido, se manifestó en la ciudad con toda su furia aquella peste que ha dado la vuelta por Africa, Europa y Asia. Señorita, vm. ha visto temblores de tierra, pero ¿ha padecido la peste? Nunca, respondió la baronesa. Si la hubiera padecido, confesaria vm. que no tienen comparacion los terremotos con ella, puesto que es muy freqüente en Africa, y que yo la he pasado.

La señorita Margarita entró casi en el momento á la pieza en me hallaba. Cuando me vió en ella, pareció poco satisfecha. Perdón, señorita; pero el criado me dijo lo esperara aquí. Tenga la bondad de seguirme, señor. La seguí. Me hizo subir una escalera, atravesar muchos corredores, y me introdujo por fin en una especie de galería donde me dejó.

No con el lenguaje, sino con aquella cara gatesca y aquella boca que parecía que se estaba siempre relamiendo, decía: «Señorita, abra usted y no haga más papeles. Si al fin ha de abrir mañana, ¿por qué no abre esta noche?». Como si esto hubiera sido expresado con la voz, con la voz respondió la señora: «No, no abro». Vaya por Dios... Largo y temeroso silencio siguió a esto.