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El único que seguía como estaba, paseando o fumando, con las manos en los bolsillos, era Miguel. El general se descubría al entrar, y con afectada amabilidad, daba las buenas noches. ¿Cómo siguen VV., señores? Al ver a Miguel en actitud un poco displicente, fruncía levemente las cejas; pero dominándose en seguida, se apresuraba a saludarle; Miguel le estrechaba la mano sin ceremonia.

Y como si el demonio austral sólo esperase este tributo, cesó el viento Oeste, el buque no tuvo ante su proa la infranqueable barrera de un mar hostil, y pudo entrar en el Pacífico, anclando doce días después en Valparaíso. Ulises se explicó el grato recuerdo que deja este puerto en la memoria de los navegantes.

Y yo me he embarcado para cambiar de vida, para intentar la conquista de la riqueza, para entrar en esa iglesia aunque sea de simple monaguillo, y ver de cerca los misterios de la sacristía.

Haz de modo que doña María y los murciélagos crean que estamos a hablando de religión, o de los cuadros de la pared o de esa gran grieta que hay en el techo. Aquí es preciso hacerlo todo así. No te expreses con vehemencia. Ponte risueño y mira a las paredes diciendo: «¡Qué bonitas láminas! Allí están Dafne y Apolo». Pero ¿es preciso ser cómico para entrar aquí?

Y sin entrar en más contestaciones y sin volverme hacia D. Oscar, cuyos ojos sentía siempre posados sobre , dije: Vaya, señores, ustedes tendrán que hablar... Hasta la vista. Vaya usted con Dios, amigo... Y que el asunto se arregle del todo me respondió Suárez. Don Oscar no dijo una palabra.

Mi mujer me dijo: lo que nos han puesto no vale diez francos. Hazme el favor de no volver á entrar en ninguna fonda, ni restaurant, ni almacen, ni aún taberna que huela á cosa de Champeaux. Yo medité un momento camino de casa, y dije á mi mujer: No es Paris el bárbaro: los bárbaros somos nosotros.

En ella sale únicamente la imagen de María Santísima de la Soledad, que es como el paladión de la villa y que se custodia y venera en el templo más antiguo que existe allí, al otro extremo de la nueva parroquia, en la cumbre del cerro que domina la población, en la Acrópolis, como si dijéramos, y al lado del abandonado castillo del duque, desde donde este salía con su mesnada a combatir a los moros fronterizos y a entrar en algarada por las tierras granadinas.

El general cogió a su nieto, alzándolo hasta , le dio no un beso sino un abrazo, como si fuese un hombre, y salió del cuarto juntamente enternecido y pesaroso. ¿Qué tiene usted? le preguntó su hijo al verle entrar en el despacho con los ojos llorosos. Tengo... tengo que me has salido liberal y, a pesar de los pesares... tu chico me ha salido socialista.

Era un monumento casi en ruinas, un convento de melodrama, lúgubre y misterioso, en cuyos claustros acampaban vagabundos y mendigos. Para entrar en él era preciso atravesar el cementerio de los frailes, con sus fosas removidas por las raíces de las plantas silvestres, que sacaban los huesos a flor de tierra.

Fué esto un acuerdo tácito de toda la huerta; una conjuración instintiva, en cuya preparación apenas si mediaron palabras; pero hasta los árboles y los caminos parecían entrar en ella. Pimentó lo había dicho el mismo día de la catástrofe. «¡A ver quién era el guapo que se atrevía á meterse en aquellas tierras