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Acudió el gentío a la Torre del Oro a ver la flota, y entre las damas que estaban en los estrados que para ellas se habían puesto junto a la orilla, asistía mi madre, que era una hermosa doncella de veinte años, y tan desamorada y esquiva, que no parecía sino que el amor no alentaba para ella, según que era de desabrida con todos los que se rendían a los encantos de su hermosura.

Desde el grave disgusto que aquél había sufrido y su marcha repentina, apenas había vuelto al teatro por temor de encontrarse con Elena; no asistía a ninguna tertulia, ni había tomado en manos la escopeta para cazar. El verano lo habían pasado en Santander.

Y, en fin, ¿por qué extraño azar un hombre de posición y sólidos principios, como el señorito Alfredo L'Ambert, asistía tres veces por semana al templo de la danza?» ¡Bah, queridos amigos! precisamente porque era un hombre de posición y de sólidos principios.

Aunque seguían siendo muy amigos, estaban algo alejados en el trato, a consecuencia de la vida tan distinta que hacían; pues mientras Mendoza asistía con puntualidad a las cátedras y pasaba muchas horas en casa, el hijo del brigadier rodaba en compañía del teniente y sus nuevos amigos por los cafés, teatros y otros sitios menos santos todavía de la corte.

A las diez nos hallábamos en la pequeña ciudad vecina. Mientras yo asistía á los funerales del general, las señoras se reunían con la señora de Aubry para formar alrededor de la viuda el círculo de costumbre. Acabada la triste ceremonia, volví á la casa mortuoria y fuí introducido con algunos amigos íntimos en el célebre salón cuyo mueblaje cuesta quince mil francos.

Esto le ocasionó suma tristeza, pero fue causa de una importante determinación, que más tarde había de conceptuar como una de las más felices de su vida. Debe advertirse aquí que, aunque el patriarca zascandilorum asistía a las juntas carlistas del Sr.

Por eso, aunque sólo hacía un mes que Demetria asistía á los bailes semanales que se celebraban en aquella casa, ya tenía una muchedumbre de adoradores que giraban en torno suyo zumbando lisonjas y ansiando libar la miel de tan espléndida rosa. Mas su ingenuidad y simpleza los desconcertaba no pocas veces.

Yo no pude menos de exclamar: »¿Cómo, Carlos, esa traducción es de usted? ¿Dónde, pues, ha aprendido? »Lo que usted no ha querido estudiar, lo he estudiado yo nos dijo. »En efecto, hacía tres años que Carlos asistía asidua y silenciosamente a todas mis lecciones, y las había aprovechado mucho más que yo.

Cada vez que salía de casa o asistía a un espectáculo, siempre, en fin, que me veía envuelto en los oleajes del mar de transeúntes o de espectadores, me acordaba del dicho de Neluco y me preguntaba a propio: ¿quién soy yo, qué represento, qué papel hago, qué pito toco en medio de estas masas de gente? ¿Para qué demonios sirven en el mundo los hombres que, como yo, se han pasado la vida como las bestias libres, sin otra ocupación que la de regalarse el cuerpo? ¿Quién los conoce, quién los estima, quién llorará mañana su muerte ni notará su falta en el montón, ni será capaz de descubrir la huella de su paso por la tierra? ¿Y para eso, para vivir y acabar como las bestias, soy hombre y libre y mozo y rico? ¿No serían una mala vergüenza una vida y una muerte así?

Jamás se atrevía a llamarla por el diminutivo, pareciéndole Nucha nombre de perro más bien que de persona; y cuando don Pedro se resbalaba a chanzonetas escabrosas, el capellán, juzgando que consolaba a la señorita Marcelina, tomaba asiento a su lado y le hablaba de cosas santas y apacibles, de alguna novena o función de iglesia, a las cuales Nucha asistía con asiduidad.