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El marqués de Villemaurin, anciano refinado y persona competentísima en materias de honor, dijo que el duelo es un acto noble en el que todo, desde el principio hasta el fin de la partida, debe ser extremadamente correcto. Ahora bien, un puñetazo en la nariz por una señorita Victorina Tompain constituía el más ridículo comienzo que se puede imaginar.

Con dos palabras que diga cualquier periódico, la justicia se verá obligada a perseguir a mi adversario, y a sus testigos, y a vosotros mismos, señores. Y heme entonces aquí conducido ante el tribunal correccional, y teniéndole que referir dónde, cuándo y por qué he perseguido a la señorita Victorina Tompain. Suponed un escándalo semejante, y decidme si el notario podrá sobrevivirle.

Y el mismo pensador, añadió con razón en el capítulo siguiente: «Pegar a un enemigo delante de la mujer a quien ama, es pegarle dos veces: le hieres en el cuerpo y en el almaHe aquí por qué el paciente Ayvaz-Bey enrojecía de cólera mientras acompañaba a la señorita Tompain y a su madre al piso que les había amueblado.

Jamás lo pronunciéis en mi presencia. ¡Si queréis que viva largos años, no me habléis jamás de Romagné! La señorita Victorina Tompain no fue, por cierto, la última en cumplimentar al héroe. Ayvaz-Bey la había abandonado indignamente, dejándole cuatro veces más dinero del que valía ella. El magnánimo L'Ambert hubo de mostrarse con ella dulce y clemente.

Ambos le habían espetado muy razonados discursos, en los que su porvenir jugaba papel importante. La respetable señora Tompain había logrado, sin embargo, que su hija se conservase en un justo medio, esperando que uno de los rivales se decidiese a plantear el asunto en forma de negocio. El turco era un buen muchacho, honrado, decente y tímido. Esto no obstante, habló al fin, y fue escuchado.

Una de sus primeras visitas fue para el templo donde brillaba la señorita Victorina Tompain. ¡Allí que se le tributó un recibimiento entusiasta! ¡Con qué amistosa curiosidad corrió todo el mundo a su encuentro! ¡Qué dulcísimos dictados! ¡qué apretones de manos tan cordiales! ¡Cuántos labios hechiceros se alargaron hacia él, en forma de tentador hocico, para recibir un beso amistoso, sin la menor consecuencia!

Todo el mundo tuvo noticia en seguida de este pequeño contecimiento, excepto el señorito L'Ambert, que había marchado al Poitou, con objeto de asistir al entierro de un tío suyo. Cuando volvió a la Opera, la señorita Victorina Tompain poseía un brazalete de brillantes, unas dormilonas de brillantes, y un corazón también de brillantes, pendiente de su cuello a manera de araña de salón.

Caballero le dijo, lamento sinceramente que mi obstinación haya llevado las cosas hasta este extremo. La Tompain no vale una gota siquiera de la sangre vertida por su culpa, y hoy mismo rompo con ella, pues no podría verla sin pensar en la desgracia que ha causado. Sois testigo de que he hecho cuanto me ha sido posible, como asimismo estos señores, por devolveros lo perdido.

Con mis doscientos mil francos de renta, me quedaré para el resto de mi vida tan chato como una calavera; en tanto que mi portero, que no tiene jamás en el bolsillo diez escudos, lucirá la nariz de un Apolo de Beldevere. ¡La Suprema Sabiduría, que tantas cosas ha previsto, no acertó a prever que un turco me cortaría la cabeza por saludar a la señorita Victorina Tompain!

A esta hora, perdió L'Ambert la paciencia y les dijo a sus testigos: ¡Ya me está cargando este turco! ¡No contento con haberme birlado a la Tompain, se complace en hacerme pasar la noche en claro! ¡Pues bien, marchemos! Tal vez pudiera creer que tengo miedo de cruzar con él mi acero. Pero marchemos de prisa, si os parece, y tratemos de dejar zanjado el asunto esta misma mañana.