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Dolomieu a que conocí en la casa de la duquesa d'Orléans; y muchos hombres eminentes que se apresuraron a ofrecerle su amistad, a él antes tan oscuro; el joven duque de Rohan, el virtuoso M. de Montmorency, M. de Molé, M. Lainé, de quien se dice ser un gran orador, M. Villemain, discípulo de M. de Fontanes, que conoció en casa de M. Decazes, el favorito del rey, y otros más que no recuerdo.

La locura de doña Juana ha llegado al extremo de suponer que hasta los que nada le dicen están enamorados de ella. En este número me cuento, por mi desgracia. El verano pasado vi y conocí a doña Juana en los baños de Carratraca. Y como ahora estoy aquí, ella ha armado en su mente el caramillo de que he venido persiguiéndola.

Pero... pero te vi... continuó Artegui . Te vi por casualidad, y por azar también, y sin que de dependiese, estuve a tu lado algún tiempo, respiré tu aliento, y sin querer... sin querer... comprendí que.... No quise confesarme a mismo tu victoria, ni la conocí hasta que te dejé en ajenos brazos.... ¡Oh! ¡Cómo maldije mi necedad en no haberte llevado conmigo entonces!

Pero no es él, don Jaime: estoy seguro. Si al Cantó le preguntan, dirá que por darse importancia. Pero era el otro, el Ferrer, le conocí la voz, y Margalida cree lo mismo. A continuación, con gesto grave, habló del necio miedo de las mujeres, que sostenían la necesidad de avisar a la Guardia civil de San José. Usted no hará eso. ¿Verdad, don Jaime, que es un disparate?

Entonces no cabe duda, murmuró fingiéndose distraído, toda esa es gente fantástica. Yo le preguntaré a Charito sobre sus amigas. No son mi tipo, te lo advierto... Así, agregó enrojeciendo otra vez, no habrá celos entre nosotros. Y se rió, con una penosa risa de sarcasmo. La conocí en casa de las Aliaga, repitió Julio. No haría nada por encontrarme con ella, precisamente porque me impresionó mucho.

Un joven... muy buen mozo... vestido con un traje gris muy elegante, se mira las manos asombrado. Acaba de romper un lirio, que ha caído a sus pies, y le han quedado las manos manchadas de sangre. ¿Qué le parece, Pedro, de mi cuadro? Un éxito seguro. Yo conocí en París a un pintor de México, un Manuel Ocaranza, que hacía cosas como esas.

Determinamos de esperar el venidero día, por ver si con la claridad descubríamos algún navío, y quiso la suerte que descubriésemos dos, el uno que salía del abrigo de la tierra, y el otro que venía a tomarla; conocí que el que dejaba la tierra era el mismo de quien habíamos salido a la isla, así en las banderas como en las velas, que venían cruzadas con una cruz roja; los que venían de fuera las traían verdes, y los unos y los otros eran cosarios.

Aquella semimuerte de un compañero de la juventud, del único antiguo amigo que le conocí, había reanimado amargamente ciertos recuerdos que sólo esperaban una circunstancia propicia para esparcirse. Yo no le pedí confidencias; fue él quien me las ofreció.

Le conocí cuando yo servía en casa de D. Mauro Requejo..., y por cierto que el señor licenciado y yo tuvimos una cuestión con motivo de cierta jovencita..., una infeliz, señora, una desgraciada chiquilla, huérfana de padre y madre. A ver, cuéntame eso. Pues los Sres. de Requejo, que eran dos puerco-espines martirizaban a la damisela.

Pues verás, él cayó con la pulmonía en Febrero, y en este entremedio conocí yo al chico con quien hablo... El otro estuvo dos meses muy malito... si se va si no se va. Por fin salió, y en Marzo se fue con su mujer a Valencia. ¿Y qué? Que todavía no habrá vuelto. Paices boba... Esto es un decir.