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Mas, apenas dio lugar la claridad del día para ver y diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos de Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande que casi le hacía sombra a todo el cuerpo.

Hacía dos horas que caminaban de tal manera; el sol frío del invierno se hundía en el horizonte, y la noche, una noche clara y tranquila, se aproximaba. Solamente les faltaba bajar y subir la ladera opuesta del solitario desfiladero del Riel, que formaba una gran hoya redonda en medio del bosque, en el fondo de la cual se aparece una laguna de azuladas aguas que sirve de abrevadero a los corzos.

Al menos, la señora Latour-Mesnil y su hija habían encontrado muchas veces en los salones al señor de Maurescamp; no era de sus íntimos, pero le habían visto aquí y allá, en el teatro, en el bosque: sabían cómo se llamaba, y conocían sus caballos. Esto era algo.

En esto, atravesaron al jabalí poderoso sobre una acémila, y, cubriéndole con matas de romero y con ramas de mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos, a unas grandes tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas, donde hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y grande, que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la daba.

Los casaban por vocación irresistible de su espíritu, por una necesidad de su organismo, como teje la araña la tela y cantan los pájaros en el bosque. Una vez enlazados por el vínculo matrimonial, los tertulios, lo mismo hombres que mujeres, perdían todo su atractivo para las señoritas de Meré.

Varios de estos perros malditos habían ido por leña a un bosque del contorno. Uno de ellos, al regresar, tuvo que descargar su vientre, y habiendo hecho una cruz de dos astillas de roble, la clavó bien derecha en la inmundicia, y dejola. Yo fui el primer cristiano, sin duda, que atinó a pasar por aquel sitio.

Y al día siguiente pensaban hacer un gran paseo a caballo por el bosque. ¡Montar a caballo era su pasión, su locura! Y era la pasión de Juan también, tanto, que al cabo de un cuarto de hora le rogaban que fuera de la partida para el día siguiente, y él aceptaba con alegría. Nadie conocía mejor que él los alrededores: era su tierra.

-Con todo eso, hermano y señor -dijo el del Bosque-, si el ciego guía al ciego, ambos van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen compás de pies, y volvernos a nuestras querencias; que los que buscan aventuras no siempre las hallan buenas.

Otros ponían de punta en medio de un bosque tres piedras grandes, y una chata encima, como techo, con una cerca de piedras, pero estos dólmenes no eran para vivir, sino para enterrar sus muertos, o para ir a oír a los viejos y los sabios cuando cambiaba la estación, o había guerra, o tenían que elegir rey: y para recordar cada cosa de éstas clavaban en el suelo una piedra grande, como una columna, que llamaban «menhir» en Europa, y que los indios mayas llamaban «katún»; porque los mayas de Yucatán no sabían que del otro lado del mar viviera el pueblo galo, en donde está Francia ahora, pero hacían lo mismo que los galos, y que los germanos, que vivían donde está ahora Alemania.

Ya eres hombre declaraba solemnemente. Y le hacía entrega de un cuchillo de recia hoja. El atlot armado caballero perdía su encogimiento filial. En adelante se defendería él mismo, sin buscar la protección de su familia. Luego, al juntar algún dinero, completaba sus arreos paladinescos comprando un pistolete con adornos de plata a los herreros del país, que tenían su forja en el bosque.