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No podía verse el semblante de ninguno de ellos, porque estaban replegados en mismos, en un ángulo los dos hombres, silenciosos y sombríos, y en otro, las dos mujeres abrazadas, una de las cuales lloraba silenciosamente. Pasó como media hora, y con el frío del calabozo, que era mayor que el que hacía al aire libre, y con la inmovilidad, pasó el vértigo que dominaba al cocinero mayor.

En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unos brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voz temblorosa que exclamó: ¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano Santiago. Y los dos hermanos quedaron abrazadas y sollozando algunos minutos en medio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.

Creemos que la ciencia no se encuentra todavía en estado de dar una explicación satisfactoria a este enigma. Aquello fue un vértigo, un delirio; más de diez minutos duró el estrépito, mientras Euterpe y Talía permanecieron estrechamente abrazadas. Cuando empezó a sosegarse el tumulto se oyó uno voz que dijo: «¡Que se besenAl parecer, quien lanzó este grito fue un periodista de Lancia.

Y las dos, abrazadas estrechamente, se pusieron a llorar, comprendiéndose, reconciliándose, abandonadas al imperio de una de esas emociones que son como revelación repentina de una verdad generosa, y derraman su bálsamo de dulzura sobre las inquietudes y los sinsabores de la vida.

Magdalena hizo un movimiento instintivo para echarse hacia atrás; pero, luego se rehizo y, dominando aquel mal impulso abrió los brazos para recibir a su prima que se arrojó en ellos con efusión, quedando así abrazadas un buen rato hasta que Antoñita se desprendió y retrocediendo fue a ocupar el puesto del sacerdote, que acababa de dejar la habitación.

Y por la noche, ¡cómo se anticipó a los sucesos! ¡Con qué vigor y fuerza de fantasía construyó en su mente la persona de la marquesa, a quien nunca había visto, y qué bien imaginaba, falsificando la realidad, el cuadro que las dos harían, abrazadas, llorando juntas, sin poder expresar la multitud de afectos propios de un modo tan sublime!

Ulises y su segundo pensaron en las grandes catástrofes ignoradas por la Historia: la tempestad sorprendiendo al éxodo navegante, las flotas enteras de rudas balsas sorbidas por el abismo en unos minutos, las familias muriendo abrazadas á sus animales domésticos cuando iban á intentar un nuevo avance de su embrionaria civilización.

Al fin se nublaron de lágrimas, y exclamó: ¡Te creo, hija mía, te creo!... ¡Ah, no sabes el bien que me haces! Al mismo tiempo se apoderó de sus manos y las besó con efusión. Clementina dió un grito de vergüenza. ¡Oh, no, no, mamá!... yo soy quien debo.... Y le echó los brazos al cuello con ternura. Quedaron largo rato abrazadas, llorando silenciosamente.

Estaba tan satisfecho de haber hablado, que las lágrimas, la turbación, la emoción silenciosa y profunda de las dos mujeres, abrazadas y oprimidas una contra otra como queriendo formar una sola persona, me halagaban más que al orador elocuente los aplausos de la multitud y el delirio del triunfo. Las últimas palabras las solté como se echa fuera algo que nos ahoga.

Dos hijas lloraban abrazadas en un rincón: la mayor, más valiente, le acariciaba con la mano los cabellos, o lo entretenía con frases zalameras, mientras le preparaba una bebida; de pronto, desasiéndose bruscamente de las manos de doña Andrea, abrió don Manuel los brazos y los labios como buscando aire; los cerró violentamente alrededor de la cabeza de doña Andrea, a quien besó en la frente con un beso frenético; se irguió como si quisiera levantarse, con los brazos al cielo; cayó sobre el respaldo del asiento, estremeciéndosele el cuerpo horrendamente, como cuando en tormenta furiosa un barco arrebatado sacude la cadena que lo sujeta al muelle; se le llenó de sangre todo el rostro, como si en lo interior del cuerpo se le hubiese roto el vaso que la guarda y distribuye; y blanco, y sonriendo, con la mano casualmente caída sobre el mango de su guitarra, quedó muerto.