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Asida á su Ataide Ayela, miraba, cual la leona que á su cachorro defiende, á Aben Jucef, que su cólera trocado habia en espanto, y ella, al verle, tembló toda.

Me había figurado cómo es, con sólo verle a usted. Es un paisaje melancólico, tranquilo, de suave calor. La vida tiene que ser en ese medio apacible y reflexiva. Ahora me explico mucho mejor ciertas particularidades de su carácter, porque corresponde a los rasgos característicos de su país natal.

Rescatamos con los indios dos dias; y porque el rey no estaba allí, resolvimos ir á verle. Dejamos la nave con doce españoles de guarda, y pedimos á los indios conservasen con ellos la amistad que habiamos hecho: y así lo hicieron.

Gallardo le sabía dueño de una taberna en las inmediaciones del circo, donde vegetaba lejos del trato de aficionados y toreros. No esperaba verle en la plaza, pero el Pescadero dijo con expresión melancólica: ¿Qué quiés? La afisión. Vengo poco a las corrías, pero aún me tiran las cosas del ofisio, y paso como vecino a ve estas cosas. Ahora no soy mas que tabernero.

Te equivocas. A quien no es supersticioso llamáis ateo. ¡Yo ateo? No, Tirso: mi corazón ama a Dios mejor que el tuyo: mi Dios no ha menester homenaje ridículo ni dogmatismo absurdo. le adoras en templos, que aun de día necesitan luz: yo en el fondo de mi conciencia, donde me basta para verle el resplandor de la caridad que

Su boca se dibujaba grave bajo un oscuro bigote y su barbilla afeitada ofrecía todos los caracteres de la firmeza, casi de la obstinación. Su ancha frente limitada por las cejas, era blanca, surcada por admirables sinuosidades en las que se revelaban las facultades de reflexión y de imaginación. Al verle de pronto serio y un poco sombrío, la animación de los convidados se enfrió súbitamente.

Mi madre diria en su corazon: «¡bien se lo dije! ¡El tiene la culpa; me muero sin verle!» ¡Tenga Dios misericordia de !

Sin duda. ¿Queréis verle? Cuanto antes. ¿Hay algún peligro tal vez? ¡Yo me hallo perfectamente! Vamos, por lo pronto, a casa de Romagné. Un cuarto de hora después nuestros dos personajes descendían a la puerta de los señores Taillade y Compañía, en la calle de Sèvres. Una amplia muestra, fabricada con trozos de cristal azogado, indicaba claramente el género de industria a que se dedicaba la casa.

Al salir, el ostricario le volvió la espalda, fingiéndose muy ocupado en el arreglo de los limones que adornaban su puesto. No pudo verle la cara, y sin embargo adivinó que una mala palabra agitaba sus bigotes: la más terrible que puede decirse á una mujer.

Madre, ¿cómo está el tío Pedro? preguntó el primero. Mal, hijo, mal. Se me parte el corazón de verle tan malo, tan triste y tan solo. Le dije que se viniese al convento; pero ¡qué!, más fácil era traerse al fuerte de San Cristóbal que no a ese cabezudo. Ni un cañón de a veinticuatro lo menea.