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Y porque Febo su razon no pierda El grande DON ANTONIO DE ATAIDE Llegó con furia alborotada y cuerda. Las fuerzas del contrario ajusta y mide Con las suyas Apolo, y determina Dar la batalla, y la batalla pide. El ronco són de mas de una bocina, Instrumento de caza y de la guerra, De Febo á los oidos se avecina.

De la piedra se alza Ataide conmovido y macilento, y sobre su res se inclina, cuando un cavernoso estruendo, atronador, formidable, indescriptible, siniestro, voz pavorosa de muerte, que áun resonante á lo léjos hiela la sangre de espanto, pone de punta el cabello, retemblar haciendo al soto despierta aterrado al eco. ¡Ah! ¡el leon!

Y cabalga Ismail en un caballo que sus humildes siervos le presentan, y á Ataide con la púrpura vistiendo, otro caballo igual gratos le muestran.

Al fin la tremenda lucha cesa, profundo silencio sucede á un postrer rugido del monstruo espantable muerte; y Leila, que ella es la dama, mira á sus piés al mancebo, y desmayada en sus brazos se abandona sonriendo. ¡Alma, vida y amor del alma mia! exclamó Ataide los lucientes ojos destellando una célica alegría; y Leila, trasportada, enloquecia, trémulos de pasion los labios rojos.

Dios mismo, al dolor tirano, doblegados nos dejó, que la maldicion oyó y no se maldice en vano. De temor estoy ajeno, dijo Ataide ya impaciente aquel que maldice al bueno el daño siente en su seno. ¡Oh, ! ¡la fiera serpiente da á sus hijos su veneno! ¡Hijo soy yo de un maldito!

Vencedor, mas no vencido dijo Ataide. ¡Y di, ¿qué ha sido entónces de tu ballesta? El colmo de la ventura me hizo olvidarla. ¡Qué dices! ¡Ah, la propicia aventura dijo Ataide con locura: ¡ah! ¡los augurios felices del amor y la hermosura! Yo no te entiendo, ¡ay de ! ¿Mas no estás herido? ; pero con dardo de amor: la suerte cruda hasta aquí nos brinda con su favor. Asienta y escucha. Di.

Y Leila su palabra entrecortaba, y estremecida de placer gemia, y hambrienta la belleza contemplaba de Ataide, que en sus brazos la estrechaba y de ansiedad y amor desfallecia. ¡Sígueme! Ataide al fin con voz medrosa y trémula exclamó; de la montaña en el seno selvático, gozosa, correrá nuestra vida venturosa bajo el techo de paz de la cabaña.

¡Los monfíes! ¡fatídicos agüeros dijo Leila; ¿qué empresa enaltecida se puede acometer con bandoleros? Ellos exclamó Ataide saben fieros causar la muerte y despreciar la vida. Ganarán el perdon de su delito por Dios y el rey triunfando en la pelea. ¡Dios sólo es vencedor! ¡estaba escrito! Leila exclamó. ¡Señor de lo infinito, tu santa voluntad cumplida sea!

Con su carga dolorosa por una altura desciende Ataide; el rebato entiende, y una mirada ardorosa á la vega ansioso tiende. En los picos de la sierra las atalayas ardiendo hacen la señal de guerra, su roja hoguera, que aterra, incesantes repitiendo. ¡Ah, nos embiste el rumy! siniestro Ataide exclamó ¡mi venganza es cierta! ¡! ¡no ha de escapárseme allí! ¡él primero! ¡luégo yo!

Llega un momento, al fin, en que aterrados los nazarenos en desórden cejan, y al revolverse Ataide, con asombro ve que el Rey admirado le contempla.