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En la ocasión en que aparece en el despacho del marqués, aún no había cumplido el medio siglo. Era delgado, de mediana estatura, de ojos pequeños y alegres, ligeramente moreno, de cara larga y algo afilada, no mucha frente, y corto y espeso el pelo gris de su cabeza. Vestía un traje obscuro, muy modesto y muy limpio, y tenía toda la barba afeitada.

Alto, musculoso, con el vientre hinchado y caído sobre las piernas, la cara bronceada por el sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la puerta de su casa.

Vio en primera fila, bajo la maroma de la contrabarrera, un chaquetón plegado en el filo de la valla, cruzados sobre él unos brazos en mangas de camisa y apoyada en las manos una cara ancha, afeitada recientemente, con un sombrero metido hasta las orejas. Parecía un rústico bonachón venido de su pueblo para presenciar la corrida. Gallardo le reconoció. Era Plumitas.

Un tinte lívido invadió su cara enflaquecida y afeitada, sus ojos se agrandaron asustados como á la vista de un espectro, tembló con todos sus miembros y, las manos juntas, los labios balbucientes, dijo muy bajo, como si temiera hacer desvanecerse aquella dichosa visión: ¡Cristián! ¡Cristián! ¿Es posible? ¡Cristián!

Hombres secos y taciturnos, de afeitada boca monástica y aludo sombrero, contemplaban el desfile de los señores, apoyados en sus varas de respeto o en el cogote de los borricos. Las mujeres hablaban alegremente. Las más acaudaladas traían mandiles de relumbrón, y casi todas, collares de coral, pendientes mudéjares y plateadas cruces y medallas que semejaban ex-votos de camarín.

Sobre las mejillas, que delataban su blancura al través de la pátina del soleamiento, avanzaban las púas de una barba rubia no afeitada en algunos días, tomando a la luz una transparencia de oro viejo.

Gustaba en los días de corrida, después del temprano almuerzo, de quedarse en el comedor contemplando el movimiento de viajeros: gentes extranjeras o de lejanas provincias, rostros indiferentes que pasaban junto a él sin mirarle y luego volvíanse curiosos al saber por los criados que aquel buen mozo de cara afeitada y ojos negros, vestido como un señorito, era Juan Gallardo, al que todos llamaban familiarmente el Gallardo, famoso matador de toros.

A las diez y media del otro día, mientras don Francisco y toda la familia menuda estaban de paseo en la Cuesta de la Vega, quedó realizada la operación. Aparecieron con usurera exactitud, a la hora fija, Torres y Torquemada. Este era un hombre de mediana edad, canoso, la barba afeitada de cuatro días, moreno y con un cierto aire clerical.

Su boca se dibujaba grave bajo un oscuro bigote y su barbilla afeitada ofrecía todos los caracteres de la firmeza, casi de la obstinación. Su ancha frente limitada por las cejas, era blanca, surcada por admirables sinuosidades en las que se revelaban las facultades de reflexión y de imaginación. Al verle de pronto serio y un poco sombrío, la animación de los convidados se enfrió súbitamente.

Eran misses inglesas, frauleins alemanas, que acababan de llegar a Madrid con la cabeza repleta de concepciones fantásticas sobre este país de leyenda, y al ver a un buen mozo de cara afeitada y ancho fieltro, le creían inmediatamente torero... ¡Un novio torero! Son unas gachís sosas como el pan sin , ¿sabe usté, maestro?