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Hacia la segunda quincena de julio, un hombre y una mujer, ambos jóvenes, seguían lentamente el muelle de Saint-Helier donde se agolpaba ya la multitud de las primeras hornadas de viajeros, gentlemen apopléticos, secas ladies y rubias misses montadas al aire, «smala» de viajeros que están dando la vuelta al mundo con gravedad sacerdotal y que contrasta por su tiesura y su flema británica con la exuberancia y la «furia francesa» de nuestros compatriotas que han huido momentáneamente del mostrador o de la oficina y se maravillan cándidamente de verse tan lejos de la calle Saint-Denis... o del ministerio.

Eran misses inglesas, frauleins alemanas, que acababan de llegar a Madrid con la cabeza repleta de concepciones fantásticas sobre este país de leyenda, y al ver a un buen mozo de cara afeitada y ancho fieltro, le creían inmediatamente torero... ¡Un novio torero! Son unas gachís sosas como el pan sin , ¿sabe usté, maestro?

Está probado que, desde el siglo de Pericles en adelante, las mujeres griegas, á fuerza de contemplar las obras maestras de la escultura y de la pintura, vinieron á ser mucho más hermosas que en los siglos anteriores: Y yo he leído también, en autores muy formales, que esas aéreas, aristocráticas y semi-divinas imágenes de mujer, que en los libros de Keepsake nos deleitan, no son copia de las Ladies y de las Misses más celebradas, sino son como norma ó pauta á la que esas Misses y esas Ladies se han ajustado, y son como molde en que, trascendiendo de lo espiritual á lo físico, las han fundido sus madres.

Por el momento sus relaciones se limitan á veladas y comidas entre millonarios, preludios de bodas que cruzan la sangre de los nobles de la conquista con la de los ganaderos de puercos y explotadores de minas. La estadística de los matrimonios por los cuales las misses de Chicago, de Nueva-York ó de Filadelfia han entrado en las más ilustres casas inglesas, es muy curiosa.

Vense en cambio aglomeraciones de sombrías rocas de aristas cortantes y que la blanca espuma hace parecer más negras todavía como el carbón bajo la nieve; una larga banda de dorada arena, lisa como las calles de un jardín inglés, donde, para completar la semejanza, las jóvenes misses juegan al crocket en la marea baja; y el mar, ese mar azul de tonos cambiantes de zafiro, de esmeralda, de rubí y de amatista que refleja a veces el azul del cielo y a veces los horrores del infierno.

Sintió el roce de la misma vida de placer y pasión que absorbía en los libros como vino embriagador; y aunque de lejos, admiró en Milán la dorada y aventurera bohemia de los cantantes; en Roma, el esplendor de una aristocracia señorial y artista en perpetua rivalidad con la de París y Londres, y en Florencia, la elegancia inglesa emigrada en busca del sol, paseando sus canotiers de paja, las cabelleras de oro de las misses y sus parloteos de pájaro por los jardines donde meditaba el sombrío poeta y relataba Bocaccio sus alegres cuentos para alejar el miedo a la peste.

La rígida Hermancia no se rodeaba más que de caras ingratas y un tanto estropeadas; cambiaba constantemente de institutrices y la última, una joven inglesa, había estado a punto de volver a pasar el canal de la Mancha, a pesar de los mejores certificados, porque no realizaba suficientemente el tipo clásico atribuido a las pobres «misses».

Si tienes en ello alguna idea, en las relaciones de Harvey quedan algunas encantadoras misses, muy rubias, de talle largo y piernas cortas y la barbilla un poco maciza, que tienen dotes apetecibles. Hay que cruzar las razas, Tragomer. , esas son las nuevas cruzadas. No estoy de esa opinión por el momento.