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Me fui a ve al señó un anocheser, cuando iba a sentarse a cená con la familia. «Mi amo, yo soy el Plumitas, y nesesito sien durosMe los dio, y me fui con ellos a la vieja. «Abuela, tome: páguele a ese judío, y lo que sobre pa usté y que de salú le sirvaDoña Sol contempló con más interés al bandido. ¿Y muertes? preguntó . ¿Cuántos ha matado usted?

¿Y Plumitas? ¿Se acuerda usté de aquel pobre?... Le mataron. No si lo sabrá usté. También se acordaba doña Sol vagamente de esto. Lo había leído tal vez en los periódicos de París, que hablaron mucho del bandido, como un tipo interesante de la España pintoresca. Un pobre hombre dijo doña Sol con indiferencia . Apenas me acuerdo de él como de un campesino zafio y sin interés.

A no ser que se haya muerto, lo que sería una lástima. Doña Sol seguía con interés este relato. ¡Una figura original el tal Plumitas! Se había equivocado al creerle un conejo. El bandido callaba, frunciendo las cejas, como si temiera haber dicho demasiado y quisiera evitar una nueva expansión de confianza.

¿Y el Plumitas?... Mie usté que ahora, según paece, anda por cerca de La Rinconá. ¡Ah, el Plumitas! El rostro de doña Sol, obscurecido por el aburrimiento, pareció aclararse con una llamarada interior. ¡Muy curioso! Me alegraría de que usted pudiera presentármelo. Gallardo arregló el viaje.

Así debió ser: quiero que así sea. ¡Pobre Plumitas! ¡Qué interesante! ¡Y yo que había olvidado lo de la flor!... Se lo contaré a mi amigo, que piensa escribir sobre las cosas de España. El recuerdo de este amigo, que en pocos minutos surgía por segunda vez en la conversación, entristeció al torero.

Si uno es bueno y se contenta con bajarles los calzones y haserles una carisia con un puñao de ortigas y cardos, se acuerdan de esta broma toa su vía... A los probes, a los de mi brazo, es a los que tengo mieo. Detúvose Plumitas, y mirando al espada añadió: Aemás, están los afisionaos, los discipuliyos, la gente joven, que viene detrás arreando.

Luego le pareció ver tricornios, muchos tricornios de brillante hule, bocas bigotudas y preguntonas, manos que escribían, y toda la cuadrilla, vestida con trajes de luces, atada codo con codo, camino de la cárcel. Aquí que había que negar enérgicamente. «¡Líquido!» ¡Too «líquido»! ¿Qué habla usté de Plumitas?

Figúrese usté que toa España habla der Plumitas, que los periódicos cuentan las mayores mentiras sobre mi persona, que hasta, según disen, van a sacarme en los teatros, y que en Madrí, en ese palasio donde se reunen los diputaos a platicar, hablan de mi persona casi toas las semanas.

Pensó además en su cortijo, que estaba a merced del Plumitas, en la vida campestre, que sólo era posible guardando buenas relaciones con aquel personaje extraordinario. Para él debía ser el toro. Sonrió al bandido, que seguía contemplándole con rostro plácido, se quitó la montera, y gritó dirigiéndose a la revuelta muchedumbre, aunque con los ojos fijos en Plumitas. ¡Vaya por ustés!

Y Plumitas bajó los ojos, quedando un buen rato como absorto en la interna contemplación de su desgracia, viéndose sin lugar en la época presente. De pronto requirió la carabina, intentando ponerse de pie. Me voy... Muchas grasias, señó Juan, por sus atensiones. Salú, señora marquesa. Pero ¿aónde vas? dijo Potaje tirando de él . ¡Siéntate, malaje! En ningún sitio estarás mejor que aquí.