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Marta sorprendió aquel gesto, y llamándole a solas al pasillo se abrazó a él sollozando: ¡Don Máximo de mi vida, por Dios, cure usted a mi madre!... ¡; mi madre se muere..., ..., se muere!... Yo le he visto a usted hacer un gesto...

Y todos los valientes que allí se encontraban, levantando la cabeza, gritaron: ¡Animo, señora Lefèvre! Entonces, la pobre mujer, dominada por tantas emociones, rompió a llorar, apoyándose en el hombro de Juan Claudio; pero éste la tomó en sus brazos como una pluma y salió corriendo a lo largo del muro, a la derecha; Luisa les seguía sollozando.

Mi adios he dado sollozando y triste del amor á los goces inefables; ya la mujer que idolatré no existe sino en mis pensamientos implacables.

En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unos brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voz temblorosa que exclamó: ¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano Santiago. Y los dos hermanos quedaron abrazadas y sollozando algunos minutos en medio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.

Antonieta se arrojó sollozando a los pies de Sarto, a quien sólo pudo decir que me había visto lanzarme al agua desde el otro extremo del puente. ¿Y el prisionero? le preguntó el coronel. Pero ella se limitó a mover negativamente la cabeza, y Sarto, Federico y sus acompañantes cruzaron en silencio el puente, hasta tropezar con el cadáver de De Gautet.

Luego las chupó. Pero el dolor era tan recio que exclamó al fin sollozando: ¡Ay mis manos! En aquel momento se alzaron ante ella entre las sombras de la noche dos enormes figuras que la dejaron helada de espanto. Una de ellas se abalanzó y la cogió por un brazo. ¿Qué haces ahí? dijo con voz bronca. La justicia del barón.

¡Lo comprendo, Clara, lo comprendo! replicó la pobre mujer sollozando ¡pero si supieras...! ¡si supieras...! Demasiado entiendo que por la ley de Dios no merezco ser su esposa y por la de los hombres no debo serlo ya... Sólo quería llegar hasta él y decirle ¡perdóname, Germán! y morir a sus pies... Clara la miró largamente con infinita tristeza y murmuró: ¡Desgraciada Elena!

Movía los dedos con ligeras sacudidas. Pero su fisonomía se iba inmovilizando rápidamente. El hombre trasmigraba a la estatua; el alma se convertía en piedra. Aspiró tres o cuatro veces seguidas el aire y quedó rígido, inmóvil, con los ojos y la boca entreabiertos. D.ª Eloisa se abrazó a él sollozando y cubrió de besos su faz cadavérica. La criada rompió a gritar como si la estuvieran golpeando.

¡Me dijo que me fuera!... ¡Me dio dos pesetas! gritó al fin el niño con gran desconsuelo; y sollozando amargamente, escondió la preciosa carita en el seno de su madre.

Cuando Ramón estuvo solo con su madre en la pobrísima fonda donde se refugiaron, la abrazó sollozando... Iba a jurarle que el médico mentía, pero su madre le contuvo: ¡Hijo querido! No necesitas decirme nada, porque yo que no es cierto. no eres insensato ni cobarde para dejar morir a la niña sin avisar, ¡hijo querido! Ramón gritó: ¡Qué malos son en haber creído a ese médico, qué malos!