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Quería arrodillarse ante sus plantas para que la pisara, para que hiciese alfombra de sus encantos: quería servir como una esclava a aquel amante que era el depositario del pensamiento de El, y parecía agigantado por tal tesoro.

Y matizando la alfombra De una estendida pradera Se una alegre cuadrilla Con sus vestidos de fiesta, Porque cien gauchos reunidos Las pascuas de Dios celebran.

Dorotea se quedó mirando de una manera imposible de hacer apreciar á la puerta por donde había salido el joven, y no reparó en que apenas aquél había desaparecido, el bufón había abierto las vidrieras de la alcoba, había adelantado en silencio, y se había sentado en la alfombra á los pies de Dorotea. No había querido salir por la puerta de escape, y lo había oído todo.

Le seguía el humor respondiendo con gruñidos y con tal cual frase escabrosa que hacía reir a Calderón, aunque no tenía muchas ganas de hacerlo viéndole echar sin miramiento alguno tremendos escupitajos en la alfombra. Porque el duque con el picor del tabaco salivaba bastante y no acostumbraba a reparar dónde lo hacía, a no ser en su casa donde cuidaba de ponerse al lado de la escupidera.

Algún ciego alquilado para toda la noche, como la araña y la alfombra, y para descansarle un piano, tan piano que nadie lo consiguió oír jamás, eran la música del baile, donde nadie bailó.

Un carbúnculo, color de fuego, brillaba en lo más alto del monumento, reflejando á lo lejos los rayos del sol, y hubo un rajah que mandó extender desde la cima de la montaña hasta las llanuras una alfombra de doce kilómetros de longitud para que no manchase los pies de los fieles una tierra impura, procedente de un suelo profano.

Había estanterías cargadas de volúmenes, preciosas pieles de animales arrojadas al desdén por la alfombra, un diván, una panoplia de ricas armas, algunas figuras anatómicas, enorme mesa escritorio con papeles en desorden, estatuas de tierra cocida y de bronce, y sobre el diván un retrato de mujer, cuyas facciones no se distinguían.

Subieron así las escaleras hasta el entresuelo, donde introdujo Sardiola a ambas mujeres en una ancha y desahogada habitación en que no faltaba su marmórea chimenea, sus monumentales camas colgadas, su alfombra de moqueta algo desflorada y raída a trechos, sus lavabos y sus perchas clásicas. Caía la pieza a un jardinete, en cuyo centro ligero kiosco de madera y cristales servía de sala de baño.

Tuvo que discutir con el portero, que le cerraba el paso, y al fin le dejó subir por la escalera de servicio para que no manchase la alfombra de la escalera principal con la nieve derretida que soltaban sus pies. En la puerta de la cocina le rechazaron con aspereza después que un criado desapareció por unos instantes para anunciar su nombre. El señor marqués estaba muy ocupado: no podía recibirle.

Y Amparo me asió las manos, las estrechó contra su boca, y las cubrió de lágrimas. Después salió. Mustafá, que durante esta escena había estado echado sobre la alfombra, se levantó, me miró, movió lentamente la cola, y siguió a la niña. Empecé a sentir una vaga, pero dulce ansiedad: Amparo había causado en una impresión profunda, me había hecho experimentar una sensación desconocida.