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Por el contrario, érale forzoso amar a todos, al amigo y al enemigo, y así como los abrojos se trocaban en flores bajo la mano milagrosa de una mártir cristiana, la Nela veía que sus celos y su despecho se convertían graciosamente en admiración y gratitud.

La mala alimentación y las calenturas hacían de ellos feroces espectros enfundados en mortajas de hierro. La desgracia y el ansia de vivir los convertían en seres crueles, sin misericordia. La muerte iba con ellos y para ellos.

Doña Inés, además, le tenía sorbidos los sesos. Doña Inés le infundía una veneración y un cariño alambicadamente espirituales, que la convertían para él en oráculo.

Esto era un domingo y otro domingo, y en este suplicio semanal y sin término morían los padres y se convertían en hombres los hijos, engendrando nuevos chuetas destinados al insulto público. Unas cuantas familias se concertaron para huir de esta vergonzosa esclavitud. Se reunían en un huerto inmediato a la muralla y las aconsejaba y dirigía un tal Rafael Valls, hombre animoso y de gran cultura.

No había fuerza humana que le hiciera decir fragmento, magnífico, enigma y otras palabras usuales. Se esforzaba en vencer esta dificultad, riendo y machacando en ella; pero no lo conseguía. Las eses finales se le convertían en jotas, sin que ella misma lo notase ni evitarlo pudiera, y se comía muchas sílabas.

Mientras don Procopio jugaba adentro con sus cofrades, afuera, delante del mostrador, en presencia de los compradores, se enredaban pláticas que frecuentemente se convertían en disputa. Venegas se complacía en atacar al caído Imperio; Sarmiento le defendía acalorado y lleno de brío. El republicano se ensañaba contra el Catolicismo; el médico decía pestes del partido liberal.

Los tendidos se iban poblando lentamente, y desde aquí al redondel mediaban saludos y gritos entre unos y otros, que convertían la plaza en un mercado. La voz de los vendedores de naranjas salía entre todas las demás; y las naranjas, cuando alguno las demandaba, volaban rápidas y certeras de las manos de aquéllos a las del comprador, por encima de las cabezas.

Estas presunciones, al pasar de boca en boca, se convertían en otras tantas pruebas irrecusables: ya no se dudaba de que Vérod hubiera sido últimamente el amante de la difunta.

De vez en cuando también él emitía tímidamente su opinión, y ella en no pocas ocasiones la aceptaba como muy sesuda, y si no la aceptaba, por lo menos se reía, que era mucho mejor. Todas estas cosas expresadas con voz suave, insinuante, entre las sombras de la noche, se convertían en un arrullo poético, delicioso, que enajenaba los sentidos de nuestro joven. Sus pies no querían tocar el suelo.

Fuera de la Iglesia no existía otro porvenir que ser aventurero en aquella América que de nada servía a la nación, pues la convertían en una caja de caudales del rey, o ser soldado de oficio en Europa, batiéndose por la reconstitución del Sacro Imperio Germánico, por la supeditación del Papa al Emperador y por la extinción de la Reforma religiosa, empresas que en nada interesaban a España, y eran, sin embargo, sangrías sueltas por las que se escapaba su vida.