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Todo el terreno circunvecino está cuajado de escombros, y cada vez que el arado pasa por allí arranca de entre la tierra algun músculo marmóreo de esa civilizacion romana inhumada por los siglos allí. La mencion de esas ruinas me hace recordar una anécdota de viaje.

La poesía falta, porque donde quiera el arado ha civilizado la tierra hasta el refinamiento; pero si el poeta tiene pocas impresiones que recoger en la carrera, el viajero hallará en todas partes la revelación de un progreso relativamente consolador.

Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron a buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron, sentado al pie de un fresno, a un mozo vestido como labrador, al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces. Y ellos llegaron con tanto silencio que dél no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así, viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los otros dos que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había, y así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacía; el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía, ansimesmo, unos calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió; y, al querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable; tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja:

Echaremos abajo la arboleda, para que los correligionarios del cuarto estado se calienten en invierno; le meteremos el arado a la tierra para que críe trigo, y ¡viva el pan barato!... ¡Catorce leguas para divertirse un hombre, cuando el cuarto estado no tiene mas que siete pies de tierra en el cementerio!... ¡Pero si eso es casi tan grande como una de las provincias del sistema unitario!...

Y tras estos ejemplares de la miseria y la enfermedad, sonaban las tristes herraduras de los inválidos del trabajo: caballos de tahonas y de fábricas, machos de labranza, jacos de coche de alquiler, todos soñolientos por el hábito de arrastrar años y años el arado o la carreta; parias infelices que iban a ser explotados hasta el último instante, dando diversión a los hombres con sus pataleos y saltos al sentir en el abdomen los cuernos del toro.

Los carros gallegos tampoco han progresado mucho más que el arado. Al avanzar, sus ruedas producen un sonido agudo que se va modulando en inflexiones lentas y quejumbrosas. Dicen que este sonido anima a los bueyes y les hace seguir andando.

Venus ocultó sus desnudeces de mármol en las ruinas del incendio, esperando renacer tras un sueño de siglos, bajo el arado del rústico. El tipo de belleza fue la virgen infecunda y enferma, enflaquecida por el ayuno; la religiosa, pálida y desmayada como el lirio que sostenían sus manos de cera, con los ojos lacrimosos, agrandados por el éxtasis y el dolor de ocultos cilicios.

Cuando les preguntaba los surcos que trazaba el arado en una hora. Cuando contaba las peripecias que ocurrieron a Luis XVI en el cadalso. Cuando estimulaba a los mozos a seguir la senda del honor y de la virtud. También está entre vosotros la plaza donde mi buena madre nos hacía llevar pan, vino y ropas para socorrer a los pobres del lugar.

Es un instrumento prehistórico, cuya imagen exacta se encuentra en algunas tumbas etruscas y creo que en ciertas monedas celtíberas. Don Casto Sampedro, un distinguido arqueólogo que se pasa la vida recogiendo curiosidades celtas y romanas para el museo de Pontevedra, debiera llevarse allí un arado y, con poco esfuerzo, dotaría así de una antigüedad indiscutible a la simpática institución.

Apenas comienza a salir el sol, sopla su humo la chimenea de la fábrica, el martillo rompe la piedra, la lima muerde el metal, rasga el arado la tierra, se enciende el horno, mueve la bomba su pistón, suena el hacha en el bosque, corre la locomotora entre chorros de vapor, chirría la grúa en el puerto, corta el navío las espumas y tiembla en su estela el barquichuelo de pesca arrastrando las redes.