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Su estatura recordaba la del viejo Hellinger, quizá en mayor proporción, y el rostro también presentaba una semejanza que no podía engañar; pero las facciones, que en el padre habían conservado, hasta bajo los cabellos blancos, una amable dulzura, se habían acentuado en él en pliegues duros y graves que indicaban, al mismo tiempo que la altivez, un humor sombrío y siempre inquieto.

Entonces la señora Hellinger se puso a gritar: Olga, querida hija mía, abre; somos nosotros, tu tío, tu tía, y tu viejo tío el doctor. Puedes abrir sin temor, querida mía. El doctor dio vuelta al botón; la puerta estaba cerrada. Quiso mirar por el agujero de la cerradura; estaba tapado. ¡Manda buscar al cerrajero, Adalberto! dijo.

Hace ocho días que no se ha dejado ver ni ha dado señales de vida. ¡Si habitara en la luna, no vendría con más rareza! El señor Hellinger refunfuñó algo en su barba y se preparó a tomar su larga pipa. Parece que todavía hay algo que no va bien, continuó ella. En estos últimos tiempos, sobre todo, se ha vuelto tan raro: suele dar vueltas en mi derredor sin decirme una palabra amable.

Tenía el sombrero echado hacia atrás, la bufanda le colgaba de los hombros, y su pecho jadeaba como después de una carrera desenfrenada. Se olvidó de dar los buenos días y no hizo más que lanzar en torno suyo una mirada hosca e investigadora. ¡En nombre del Cielo, doctor! le gritó el señor Hellinger precipitándose a su encuentro. ¡Nos embistes como un toro!

Delante de la puerta de la habitación de Olga, la señora Hellinger tuvo un ataque de desesperación. Toque usted, doctor dijo con un sollozo. Yo no puedo. El anciano tocó. Nadie contestó. Tocó una vez más y puso el oído en el agujero de la cerradura. Siempre el mismo silencio.

Bueno, salude usted afectuosamente a mi tío, y dígale que tengo que hablar primero con mis padres él sabe de qué se trata y que inmediatamente después iré a verlo. La anciana murmuró algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta. El carruaje continuó su camino hacia la casa del viejo Hellinger, situada bajo la sombra de viejos y soberbios tilos, como bajo un dosel.

La señora Hellinger desconfiaba de él, le decía en su cara que siempre había maquinado intrigas con la muerta, y a sus espaldas agregaba que, si no hubiera prescripto soluciones de morfina de una violencia inconsiderada, la pobre Olga habría vivido en paz mucho tiempo todavía. Poco faltaba para que echara sobre el viejo amigo de la casa la responsabilidad de la muerte de su sobrina.

Cuando el doctor hubo hecho su examen en silencio, se apartó de la abertura. Pasa tu brazo por allí, Adalberto dijo, y procura alcanzar la cerradura. Ella la ha cerrado por dentro. Pero la señora Hellinger, apretándose contra la puerta, suplicó a grandes gritos a «su querido tesoro» que se despertara y abriera ella misma. Al fin, se consiguió apartarla y abrir la puerta.

Apóyate contra la puerta, quizá consigas romper la cerradura. El señor Hellinger era un coloso. Apoyó uno de sus robustos hombros en la tabla cuyas junturas, al primer esfuerzo, comenzaron a crujir. Despacio le dijo su mujer. Los sirvientes están en el vestíbulo. ¡Idos a hacer algo en la cocina, montón de perezosos! gritó en la escalera su voz regañona. Abajo se oyeron golpes de puertas.

En el mismo instante, un gran ruido de pasos resonó en el vestíbulo; y casi en seguida golpearon con fuerza a la puerta. ¡Toma! dijo la señora Hellinger. He ahí uno que hace tanto estruendo como un alguacil. ¡Todavía no estamos en ese estado, sin embargo! Y con mucha suavidad, y mucha tranquilidad, dijo: «¡AdelanteEl viejo médico penetró en la habitación.