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Yo no me pago de hipíos, sino de hechos. En una palabra, si no vas esta tarde a los toros, te ha de pesar. Diciendo esto, Pepe Vera se salió de la habitación.

Verónica hubiera preferido otro rumbo: Vichy, por ejemplo; y no porque Pepe Guzmán se hubiera despedido para aquellas aguas, que tomaba todos los años para curar ciertos desarreglos de su estómago, puesto que la había dado su palabra de encontrarse con ella «donde menos lo pensara», sino porque... «cada cual tiene sus gustos».

No se enamoran para casarse los hombres como Pepe Guzmán; y te añado que aun cuando éste quisiera ser contigo una excepción de la regla, no deberías consentirlo. » ¿Por qué? exclamé sin poderme contener. » Por... varias razones respondió mi madre muy serena y bajando más la voz . Y vamos a tratar este punto con toda franqueza, porque en él se encierra toda la cuestión.

Tirso había comprado una cromo-litografía de la Virgen de Lourdes con marco de moldura dorada, colocándola encima del retrato de Espartero. Esto dijo Pepe sería sencillamente ridículo si anduviésemos sobrados de dinero: teniendo tan poco, me parece falta de juicio; pero allá él.

La estrechez de recursos impuso economías, y entonces se resistió a sufrir ciertas privaciones y molestias. La cosa más insignificante era allí ocasión de disputa, y el último altercado era el de palabras más ágrias. Una tarde, al querer Pepe acostar a don José antes de lo acostumbrado, vio que no le habían hecho la cama, y como increpase a su hermana, repuso ella: ¿Soy yo criada?

La otra meneaba vivamente la cabeza, intentando decir entre sollozos: No..., no..., no... Es que Pepe... Pues bien, ¡no le digas nada!... ¿Quieres que vaya?... Pues iré, iré de mil amores... ¿Cómo había yo de imaginarme que iba a causarte esa pena?

Entonces Pepe Vera, con una espada y una capa encarnada en la mano izquierda, se encaminó hacia el palco del Ayuntamiento. Paróse enfrente y saludó, en señal de pedir licencia para matar al toro. Pepe Vera había echado de ver la presencia del duque, cuya afición a la tauromaquia era conocida.

Pepe entró en su casa de puntillas, abrió despacito, por no despertar a los que dormían, encendió la vela que a prevención dejaba Leocadia en una palomilla del pasillo, se entró a su cuarto y se acostó, pensando en los sucesos e ideas que le interesaban, en aquel recelo que le inspiraba su hermano, en el cariño que tenía a sus padres y en las complicaciones que temía.

Pepe no le vio; pero Pateta se fijó en él y hubo un momento en que, interrumpidos los disparos carlistas, el gatera madrileño, que iba trepando cuesta arriba como una alimaña del monte, oyó clara y distinta la voz de aquel hombre que, agitando furiosamente el sable, gritaba a los de la trinchera: ¡Quietos ahora! ¡quietos, y luego tirar a los oficiales!

Estas riñas terminaban, por lo común, con que dijese Pepe Güeto: Si yo tuviera la desgracia de ser marido de usted, ya la metería en costura , y con que doña Manolita respondiese: Pues si yo incurriese en el desatino de ser mujer de hombre tan fastidioso, o le había de poner más alegre que unas sonajas, o me había de borrar el nombre que tengo.