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Mas, al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.

Pero, amable prima.... ¡Basta! El mal está hecho: tratemos de repararle. ¿Qué recursos ofrece la ley para romper un matrimonio? Romper un matrimonio.... ¿Acaso?... ¡Nada de comentarios!... Responde categóricamente.

Después de romper los barriles de carne salada y de comerse las conservas, cuyas cajas se veían esparcidas por el suelo, embistieron con el sciam-sciú del Capitán y se emborracharon por completo.

Y dejaba pasar los días en continua vacilación, pensando con inquietud en la ira que de ella se apoderaría, esperando, como todos los débiles, en que algún acontecimiento imprevisto le sacase del compromiso. Aquel modo de romper las relaciones, sin riña, sin convenio, sin explicación alguna, era realmente original, pero muy propio de su carácter. Nada sabía de los martirios de su hija.

Azorado Butrón, corrió a informarse por mismo, temeroso de que aquel incidente imprevisto viniese a romper los lazos de unión con tanto trabajo anudados. Acercóse a un grupo; en medio peroraba Gorito Sardona, vestido de peón de ajedrez y muy enterado del caso; habíalo presenciado todo y era uno de los contendientes el tío Frasquito.

Pasó implacable, como el tormento; pomposo y sombrío, como el tremendo holocausto que iba a presidir; rojo, como la hoguera. La luz matinal hacía resplandecer con viveza el sillón de plata repujada y todo el oro y el alfójar de la gualdrapa color de amatista que caía hasta los cascos del palafrén. Nadie osó romper con un vítor el respetuoso silencio.

Sentía dolores intolerables en el epigastrio; pero por no romper el hilo de sus fiestas, calló como una muerta.

Tuvo, pues, que salir al romper el alba, dando diente con diente, caballero en la mansa pollinita, y siendo blanco de las bromas de los cazadores, porque iba vestido de modo asaz impropio para la ocasión, sin zamarra, ni polainas de cuero, ni sombrerazo, ni armas ofensivas o defensivas de ninguna especie.

De la necesidad de destrozarme, de morir, de expiar mi culpa, que me dominaba en los primeros momentos, pasé a la ansiedad de la deliberación: como una fiera aprisionada, no tuve ya otro empeño que el de romper mis cadenas, de correr en campo abierto, de ser otra vez dueño de mismo.

Ni Bernardino ni Gregoria asistieron a sus últimos momentos, aunque se les mandó recado de su gravedad; ni se mostraron en el entierro ni en los funerales, probando con esta actitud su propósito de no verse más, de romper para siempre toda relación. Golpes fueron éstos, que acabaron de anonadar a Pablo Aquiles.