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Terminadas las horas canónicas, el Magistral salió, se inclinó ante el Altar, se dirigió a la sacristía, y a poco volvió a verle la Regenta, sin roquete, muceta ni capa, con manteo y el sombrero en la mano. Otra vez se miraron. Ahora sonrieron los dos. Ana se levantó cinco minutos después.

¡Oh! ¡oh! ¡oh! exclamó el duque soltando una sonora y bárbara carcajada como las de los héroes de la Iliada . ¿Y por qué no les hemos de traer a Gayarre y a la Tosti para recrearles por las noches? Deben ser muy aburridas aquí las noches. Las damas sonrieron avergonzadas. Vamos, duque, no bromee usted, que la cosa es seria dijo la condesa de la Cebal.

Padrino y madrina sonrieron, mirándose. ¡Capricho de hombre! dijo la alemana, consagrando al barítono un recuerdo. Bonis había oído la pregunta y la respuesta.

Así que dio fin a la taza, levantose de la silla, y sin decir adiós se alejó a paso lento, solapado, balanceando el tronco esbelto de su figura al través de las mesas y las sillas, en dirección del mostrador. Ya empezó el ojeo. Matusalén toma vientos dijo Rivera mirándole con curiosidad. Los demás volvieron también la cabeza y sonrieron.

Hubo después algunos instantes de silencio embarazoso. Ella se puso a jugar con el clavel de Fernanda, azotándose las rodillas, mientras lanzaba frecuentes miradas al conde, que permanecía confuso sin saber qué decir ni dónde poner los ojos. Por último, los de uno y otro se encontraron y sonrieron.

Prodújose repentinamente el silencio. Algunos de los espectadores, los menos, se descubrieron también. La mayor parte, prevalidos de la obscuridad y cediendo al instinto de grosería, poderoso en aquella región, permanecieron cubiertos. Don Rosendo y sus compañeros sonrieron al concurso, avergonzados.

La joven volvió también el rostro. Sus ojos se encontraron y sonrieron. Después, cogidos por los dedos, caminaron en silencio. Poco a poco iban acortando el paso. Al cruzar por delante de un caserío, les salió al encuentro un perro ladrando. Bastó que Andrés se bajara a coger una piedra para que el can se alejase. Este suceso les sirvió de tema para charlar algunos momentos.

Los chicos, al oir el consabido epíteto, sonrieron maliciosamente, señal de que el apodo puesto al maestro por nosotros diez años antes, seguía en uso. Los bribonzuelos reían y se miraban unos a otros con caritas de diablillos regocijados. Vamos: prosiguió os doy la mañana, a fin de que celebréis la llegada de mi discípulo muy amado. Pero, oídme; nadie se irá hasta que suenen las doce.

Asumí toda la dirección de la casa, y por más que todos sonrieron maliciosamente y protestaron, y Marta me explicó repetidas veces que jamás consentiría que yo, la más joven, la suplantase, me las compuse tan bien que al cabo de quince días yo era quien manejaba toda la casa.

Todos sonrieron menos la interesada, que le miró con sorpresa abriendo mucho los ojos. ¿Cómo fortuna? Fué necesario que el general le diese la galantería mascada; sólo entonces la pagó con una sonrisa. ¿No es verdad que ha estado muy bien Gayarre? dijo Clementina. ¡Admirable! como siempre respondió su cuñada. Yo le encuentro falto de maneras expresó el general.