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Fernando, sin bajar del break, refería esto con cierto aire de indiferencia y hasta con buen humor, mientras Raquel exclamaba, sacándose el tul de la cara: ¡Qué pena para mamá! Adriana vio venir a su madre y corrió hacia ella, muy alegre: "¡Una desgracia, mamá!" Pero al decir esto se sobrecogía por la idea de su propia perversidad.

Con este espectáculo lloraban de alegría los neófitos, dando mil gracias al Redentor, de cuya sangre se veían tan claros y manifiestos los efectos en la conversión de esta gente; pero incomparablemente mayor era el júbilo del P. Lucas, que inundado el corazón de celestiales consuelos, volviéndose á mirar al cielo, exclamaba: «Conténtome, Dios mío, en paga de mis trabajos y sudores, con ver que las criaturas os reconocen por su Criador y Señor.

Entre tanto se decían doscientas mil ternuras a cada momento. «Tu nombre es un sello que he puesto sobre mi corazón», exclamaba Echeloría. «Mi corazón es tuyo para siempre: antes dejará de latir que de amarte a ti sola», contestaba Mutileder.

Y me los arrebataba; los leía en voz baja, sonriente y ruborosa, mientras yo, colocado a su espalda, la iba siguiendo en la lectura. ¡Bonitos! exclamaba. Pero todas estas cosas me gustan más cuando me las dices sin pensarlas. No por qué, pero los versos me parecen siempre ¡graciosas mentiras! Doblaba la hoja, se la guardaba, y me señalaba un asiento: Aquí, cerca de .

Toma a otro de socio cuando vayas con hembras. Gallardo sonrió satisfecho. No sería nada; aquello pasaba pronto. Tormentas mayores había afrontado. Lo que debes asé es vení por casa. Así, con mucha gente, no hay bronca. ¿Yo? exclamaba el Nacional . Primero cura. Tras estas palabras, el espada creía inútil insistir.

Los revolucionarios habían dicho su Última palabra en La Iberia de aquellos días, y el Gobierno había lanzado su último reto. El Ejército simpatizaba con la revolución, y hasta se decía que la Marina... «¡Por Dios, señor de Pez, no hable usted barbaridad semejanteexclamaba Thiers llevándose ambas manos a la cabeza y olvidándose de retirarlas durante un rato.

¡Bribón! exclamaba Guardiana . ¡Y quién lo ve, tan juicioso como parece! Pues conforme te lo digo. Amparo tampoco debió hacerle caso. Mujer, uno es de carne, que no es de piedra. ¿Se te figura a ti que a cada uno le faltan ocasiones? replicó la muchacha . Pues si no hubiese más que.... ¡Madre querida de la Guardia! No, Ana; la mujer se ha de defender ella.

Porque en Londres no se roba; en Londres, donde en la calle acometen los malhechores a la mitad de un día de niebla, a los transeúntes. Nos pedía limosna un pobre. ¡En este país no hay más que miseria! exclamaba horripilado. Porque en el extranjero no hay infeliz que no arrastre coche. Íbamos al teatro.

Todo se le tornaba contrario; y él mismo se comparaba al infelice Laoconte sofocado por la serpiente. ¿Por qué, por qué? ¡oh cielos! exclamaba a veces, dirigiendo la mirada hacia lo alto, como si protestara contra el ensañamiento de la divinidad.

Una salvaje le había trastornado el seso, demostrando que en las islas de la Polinesia se dan casos de coquetería no menos refinada que la de los salones europeos. «¡Ay, qué bueno! exclamaba Fortunata riendo con toda su alma, al oír ciertos lances . ¡Si eso parece de acá...! ¡Pero qué lista...! ¿Has visto? ¡Y luego dicen...!». De europeas no había que hablar.