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Nosotros mismos, los vascos, estábamos furiosos. Sabíamos cómo las gastaban los ingleses. Cuando cogían algún negrero, solían ahorcar al capitán y vendían los negros por su cuenta; si el barco era sospechoso de piratería, se quedaban con la presa. Así trabajaban por la humanidad y por el bolsillo. A nosotros podían acusarnos de negreros y de piratas.

Se temía el encuentro de barcos piratas, y los negreros, que eran muchos en aquellas costas, huían de todo buque, temiendo encontrar en cada uno un crucero inglés. Llegábamos a la costa de Angola; allí había agentes de todas las nacionalidades, sobre todo americanos y portugueses. Estos se metían entre los reyezuelos y jefes de tribu y hacían negocio.

Un negro puedo valerme mil duros. Con nosotros no tenían gran cosa que hacer los tiburones; otros barcos negreros, que hacinaban los bultos de ébano en la bodega, en malas condiciones, iban teniéndolos que echar al agua a que sirvieran de pasto a los tiburones; nosotros, no; hubo viaje en que no murió ninguno.

Respondió Barquín: «Luego debemos admitir que la aristocracia moderna es la del dinero....» Dijo la duquesa: «Me cisco en esa aristocraciaAsí dijo. Y prosiguió: «Toda esta aristocracia de ricos se compone de negreros, de aprovisionadores de ejército, de prestamistas con pacto de retro, de desamortizadores; en una palabra: ladrones. No es que me escandalice.

Tenía en el porvenir la confianza de todos los hombres de acción seguros de su energía; la generosidad derrochadora de los que conquistan el dinero desafiando a las leyes y a los hombres; la largueza desenfadada de los bandidos románticos, de los antiguos negreros, de los contrabandistas; de todos los pródigos de su vida que, acostumbrados a afrontar el peligro, consideran sin valor lo que ganan sorteando a la muerte.

La madre casualidad los llevaba por sus ignorados derroteros; el Destino, en su misterioso molde, vaciaba esta humanidad y sacaba intrépidos mareantes o feroces negreros, exploradores audaces o vendedores de chinos. Para aquellos hombres, la moral era una cuestión de paralelo. El mar era el más grande escenario de los crímenes y violencias de los hombres.

En el tiempo en que Nantes era uno de los centros negreros más activos de Europa, había allí pilotos de todo el mundo. El capitán Zaldumbide era hombre alto, encorvado, amojamado. Zaldumbide no hablaba apenas; tenía una mirada de través, con sus ojos encarnados, poco agradable. Se dejaba sotabarba, ya blanca, y el pelo lo llevaba largo.

Zaldumbide no era partidario de maltratar ni de pegar siquiera a los negros, no por nada, sino por no estropearlos. Los demás capitanes negreros trataban a fuetazos a sus negros. Estos fuetazos no eran mas que el ligero prólogo de los que les darían después los bandidos de América.

En aquellos momentos se consideraba el San Juan de Dios de los negros. Era un canalla pintoresco y simpático aquel Zaldumbide. ¡Lástima de hombre! Tenía grandes condiciones de previsor y de organizador. En otros barcos negreros solían hacer bailar a los negros el baile de homba, y, cuando no querían, les instaban a zarandearse a fuetazos. Allí, no.

Los capitanes de barcos negreros no necesitaban pólizas de cargo para dar cuenta del género recibido. Yo me figuro que Zaldumbide debía quedarse con más de la mitad de la ganancia en cada expedición. Durante el viaje, fuera de sus trabajos de capitán, solía rezar. Cuando se metía en el camarote, pasaba el tiempo jugando con sus monedas de oro, en compañía de la mona Mari-Zancos.