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Si no querías hablar, ¿para qué viniste entonces? Dios sabe cómo ese pensamiento de doble filo vino a mi espíritu de joven aturdida. Sentí confusamente que al pronunciar esas palabras cometía un acto de crueldad, pero... ya era tarde. Vi palidecer su rostro, sentí que su respiración ardiente se exhalaba en un suspiro. Soy un hombre de honor, Olga murmuró entre dientes; ¿para qué atormentarme?

Los dos guardaban un secreto. Cuando creían conocerse uno a otro hasta el último rincón del alma, estaba pensando cada cual en la mala acción que cometía callando lo que callaba. El Magistral padecía mucho siempre que Ana le hablaba de la salud que él perdía. «¡Si ella supiera!».

Dimmesdale por los ministros más ancianos de Boston y por los dignatarios de su misma iglesia quienes, para emplear su propio lenguaje, le amonestaron acerca del pecado que cometía en rechazar el auxilio que la Providencia tan manifiestamente le presentaba. Los oyó en silencio y finalmente prometió consultarse con el médico. Si fuere la voluntad de Dios, dijo el Reverendo Sr.

Pues bien, repentinamente, cuando menos podía pensarse, el conde cometía el absurdo de alzarse distraídamente de la silla, bostezar y marcharse a hacer solitarios a un rincón de la mesa. Por su parte Fernanda caía en idénticas flaquezas, poniéndose a charlar animadamente con el chico del regente de la audiencia sin dirigir una mirada a su novio.

El abogado suspiró, limpió lentamente sus anteojos, y observó: Tendrá en sus manos la administración de todo, y, por lo tanto, será difícil saber lo que desaparece, o cuánto guarda en su bolsillo. Pero, ¿qué motivo pudo tener Blair, o qué se posesionó de él, para haber dictado semejante cláusula? ¿Usted no le hizo notar la locura que cometía? , se lo hice notar. ¿Y qué le dijo?

El más hermoso de los frutos era el que ellos se ofrecían, y cuando uno cometía una falta, su madre tenía que castigar a los dos, porque el uno no quería acusar al otro. Más tarde se enamoraron de la misma mujer, y la mataron para que no perteneciese a ninguno de los dos. Eran españoles, perdonadles.

Sin dudar ante la atrocidad de la acción que cometía y disculpándose, acaso, en el fondo, por la necedad misma de aquellas epístolas, Clementina cogió las cartas y las colocó muy á la vista en el cofrecillo, encima de todos los objetos cuidadosamente arreglados por Herminia. Después cerró la caja y quitando la llave, descendió al salón.

¡Mi conciencia!... esto que es raro... se lo cuento a usted como pasó... no se me alborotaba cuando cometía yo aquellos pecados tan refeos... Le diré a usted más, aunque se horrorice... mi conciencia me aprobaba... vamos al caso, me decía una cosa muy atroz, me decía que mi verdadero marido... No siga usted interrumpió la santa alarmadísima, creyendo sentir ruido en la alcoba. Es horrible.

Si su mujer era culpable, ¡qué horrible tragedia la que se preparaba! Y si no lo era, él cometía una bajeza sospechando de su honradez. Iba con el mismo recelo que el ladrón que va a asaltar una casa, ocultándose detrás de las paredes de la carretera en cuanto sentía pasos, estremeciéndose si escuchaba una voz, por lejana que fuese.

Con otros vendedores de pescado y con los de diversos artículos, cometía el escribano no pocos atropellos y hacíales, con amenazas, que le dieran lo mejor que había en el mercado, como cualquier municipal de nuestros días, y cierto viernes de Cuaresma, como no había un pescado que quería, la emprendió á golpes con un vendedor, á quien encima mandó á la cárcel.