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Bajaron estrecha escalera, cuyos últimos peldaños se hundían ya en la obscuridad de las galerías. La guardiana les precedía alumbrando con una lámpara de minero, aplastada y de hediondo tufo; Miranda llevaba otra, y un pilluelo que allí se apareció caído de las nubes, encargose de la última. Era la bóveda tan baja, que Miranda hubo de inclinar la cabeza, por no deshacerse la frente.

Si el golpe cae, como tiene que suceder más tarde o más temprano, seré aplastada y quedaré perdida. No hay poder que pueda entonces salvarme; ni aun su fiel y noble amistad me servirá. Ciertamente, Mabel, que habla usted de una manera muy extraña. No la entiendo. Así lo creo fue su contestación breve. Usted no lo sabe todo.

El otro bigardo posa familiarmente una mano sobre aquella cabeza de moro negro, que saca la lengua de sierpe al ser aplastada por las angélicas plantas, y sonríe con la malicia del tonsurado que sabe cómo todas las astucias del rebelde son juegos ante el poder de los exorcismos. Siempre con la misma sonrisa, le arranca un cuerno. DON FARRUQUI

El sendero, la pila de carbón, el jardín habían pertenecido á una casuca aplastada entonces bajo la roca.

Tienen la nariz gruesa y aplastada, el cabello crespo como lana enredada; el labio superior grueso y caído sobre el inferior; su color es más claro y menos feo que el de los negros de la costa de África, sin duda porque los de estas islas tienen más frondosos bosques donde resguardarse de la acción del sol y porque se comunican más con pueblos civilizados.

La saya suelta, la diminuta chinela, la bordada piña, el alto pusod, la aplastada peineta y los pequeños aretes, constituyen su atavió, que jamás deja, á no ser que la Epístola de San Pablo se encargue de modificar trajes y costumbres, cosa que suele acontecer, casándose con europeo.

A unos cien pasos de la Villa Blanca, se elevaba, o más bien, se hundía, hasta tal punto parecía una topera, una construcción gris aplastada bajo un techo de bálago con una puerta baja y de medio punto y una estrecha ventana guarnecida de dos barrotes en cruz en la que con frecuencia danzaba una pálida luz a la sombra del crepúsculo.

Luego que concluimos de comer, llamamos á nuestra linda servidora, pagamos, nos levantamos y nos despedimos, empeñando palabra formal de que iriamos á comer con mucha frecuencia. En esto sale una señora de grande cara, de tez muy morena y vellosa, de pecho enorme, de vientre más enorme aún, pequeña, aplastada, casi roma, de tal manera, que más que mujer parecia una bola, una urca, una abutarda.

Sus pómulos eran salientes, gruesos sus labios y la nariz aplastada, oblicuos y pequeños sus ojos, y negras las ralas cerdas del largo bigote, y negros los cabellos que pendían lacios sin ondas ni rizos. Cubrían sus cabezas gorras de hirsutas pieles, envolviendo capacetes de cobre, y sostenidas por barbuquejos de lana cuyas extremidades flotaban sobre el pecho.

La viuda quedó como aplastada bajo el peso de tales pensamientos, hasta que el repiqueteo de la campanilla le dió la orden de bajar. Al pie de la escalera, vió que el visitante subía a un coche.