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A su parecer no respiraba; el oído y la vista daban de rato en rato alguna impresión fugaz de la vida exterior; pero estas impresiones eran como algo que pasaba, siempre de izquierda a derecha. Creyó ver a Segunda y oírla hablar con Encarnación; pero hablaban a la carrera, como seres endemoniados, pasando y perdiéndose en un término vago que caía hacia la mano derecha.

Los dos camaradas corrieron hacia el muelle, doblando el cuerpo para hacerse más pequeños ante las balas con que los perseguía el enemigo. Otros siguieron defendiéndose rudamente á sus espaldas. Llegaron al puerto á tiempo para ver cómo uno de los vaporcitos huía río arriba, perdiéndose en la noche, y cómo el otro empezaba á apartarse del muelle de madera. Esto no extrañó á Jaramillo.

El tío Ventolera hablaba de monedas de plata, delgadas como hostias, encontradas por muchachos al jugar en la costa. Su abuelo le había contado, siendo niño, la tradición de cavernas submarinas que contenían tesoros, cuevas de los sarracenos y normandos que habían sido muradas con pedruscos, perdiéndose después el secreto del escondrijo.

Eran las cuatro de la tarde, y el vapor Thames, bufando como un dragon amenazado por los monstruos del abismo, surcaba las ondas con dificultad. El mar estaba agitado, y en vez de la superficie verde y cristalina de la bahía de Cartagena, no se veia al derredor sino una serie de colinas de agua negra y sin brillo, perdiéndose en el horizonte en una prolongada y fuerte ondulacion.

La luz y los ruidos llegan por sacudidas, y las esquilas de los rebaños, oídas repentinamente y olvidadas después, perdiéndose entre el viento, suenan de nuevo bajo la puerta desencajada, con el hechizo de un estribillo de canción... La hora exquisita es el crepúsculo, un poco antes del regreso de los cazadores. Entonces el viento está tranquilo. Salgo un instante.

Mas no la pronunció, alejose, perdiéndose pronto en la obscuridad... Bettina permaneció en el pórtico, en el cuadro luminoso de la puerta. Gruesas gotas de lluvia impelidas por el viento azotaban sus espaldas desnudas y la hacían temblar; ella no lo notaba; sentía claramente latir su corazón.

El gentío se fue desparramando como nube que el viento fracciona y desvanece: pasó primero en turbas, luego en grupos y después en parejas que calladamente solían dividirse sin despedida ni saludo, tomando unos el camino de su casa, entrando otros en ventorrillos y tabernas, diseminándose y perdiéndose, confundidos todos y sorbidos por la agitada circulación del arrabal.

Todos los ojos brillaron con alegría cuando se anunció que la jaula les esperaba. Los últimos que ascendieron oyeron poco después de comenzar la ascensión un canto lejano que rápidamente se fué aproximando, sonó muy cerca de ellos como si cantaran a su lado y rápidamente también se alejó perdiéndose allá en el fondo sin que hubiesen visto a nadie. Fué de un efecto fantástico.

Eran las hijas, que se arrojaban en sus brazos; tras ellas, la pobre mujer, enferma, temblando de fiebre; y en el fondo, invadiendo la barraca de Pimentó y perdiéndose más allá de la puerta obscura, toda la gente del contorno, el aterrado coro de la tragedia. Ya les habían hecho salir para siempre de su barraca. Los hombres negros la habían cerrado, llevándose las llaves.

Una especie de sordo y pertinaz remordimiento lo había acompañado durante largo tiempo, ante la idea de haber empujado a una inocente a un sacrificio terrible: después ese error suyo fue a confundirse con otros, y le dio libertad para decirse que su culpa había consistido únicamente en un celo excesivo por encontrar el fundamento de la acusación, y así fue perdiéndose por fin hasta de su mente el recuerdo de aquellos hechos.