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Al ocultarse el sol, experimentó Batiste cierto alivio, como si el astro se apagara para siempre y su cosecha quedase salvada. Se alejó de sus campos, de su barraca, yendo insensiblemente camino abajo, con paso lento, hacia la taberna de Copa. Ya no pensaba en la existencia de la Guardia civil y acogía con gusto la posibilidad de un encuentro con Pimentó, que no debía andar lejos de la taberna.

A todas partes, menos allí. Y como hombre que ha caído tan hondo, tan hondo que ya no puede sentir remordimientos, apartó su vista del incendio para fijarla en aquella luz macilenta; luz de cirios que arden sin brillo, como alimentados por una atmósfera en la que se percibe aún el revoloteo de la muerte. ¡Adiós, Pimentó! Bien servido te alejas del mundo.

Pimentó no podía retornar contra él, pero tenía amigos. Y dominado por súbito terror, echó á correr, buscando á través de los campos el camino que conducía á su barraca. La vega se estremecía de alarma. Los cuatro tiros en medio de la noche habían puesto en conmoción á todo el contorno.

Y como toda la huerta pensaba así, en vano al día siguiente de la riña pasaron y repasaron por las sendas dos charolados tricornios, yendo de casa de Copa á la barraca de Pimentó para hacer preguntas insidiosas á la gente que estaba en los campos.

Y tales fueron los gritos de este grupo, que luchando y forcejeando iba de un pilar á otro del emparrado, que empezaron á salir gentes de las vecinas barracas, y llegaron corriendo, en tropel, ansiosas, con la solidaridad fraternal de los que viven en despoblado. Pimentó fué el que se hizo dueño de la escopeta y prudentemente se la llevó á su casa.

Veíanse en esta muchedumbre muchos de los que vivían en las inmediaciones de las antiguas tierras de Barret. Este juicio tardío iba á ser interesante. El odiado novato había sido denunciado por Pimentó, que era el «atandador» de la partida ó distrito.

Deseosa de llegar antes, abandonó á la vaca y al ternerillo, y las dos bestias siguieron su marcha tranquilamente, como quien no se preocupa de las cosas ajenas y tiene el establo seguro. Pimentó estaba tendido á un lado de su barraca, fumando perezosamente, con la vista fija en tres varitas untadas con liga, puestas al sol, en torno de las cuales revoloteaban algunos pájaros.

Que nadie alardease de guapo dentro de su casa, pues antes de hablar ya había echado mano él á una porra que tenía bajo el mostrador, especie de as de bastos, al que le temblaban Pimentó y todos los valentones del contorno... En su casa, nada de reyertas. ¡A matarse, al camino!

Las mismas que horas antes hablaban pestes de él, escandalizadas por su apuesta de borracho, le compadecían, se enteraban de si su herida era grave, y clamaban venganza contra aquel «muerto de hambre», aquel ladrón, que, no contento con apoderarse de lo que no era suyo, todavía intentaba imponerse por el terror atacando á los hombres de bien. Pimentó se mostraba magnífico.

Estaba frente á una alquería abandonada, y era «cosa antigua y de mucho mérito», al decir de los más sabios de la huerta: obra de los moros, según Pimentó; monumento de la época en que los apóstoles iban bautizando pillos por el mundo, según declaraba con majestad de oráculo el tío Tomba.