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Los que semanas antes aturdían al gobierno con sus lamentaciones, como si fuesen a morir degollados por aquellas turbas que permanecían en la campiña, con los brazos cruzados, sin atreverse a entrar en Jerez, mostrábanse ahora arrogantes y jactanciosos hasta la crueldad. Se reían del gesto fosco de los huelguistas, de sus ojos, que tenían el estrabismo malsano del hambre y la desesperación.

Un alarido ronco elevábase, haciendo a lo lejos aullar a los perros; y de todas las viviendas desembocaba y corría el populacho, hombres ligeros armados de chuzos y hoces curvas. Súbitamente, el tumulto de las turbas que asaltaban la galería, buscándome sin duda, creyendo que yo guardaría el mejor de los tesoros, piedras preciosas, joyas. El terror me enloqueció.

La nueva sociedad, repartiendo equitativamente los medios de subsistencia, equilibrará la vida suprimiendo las enfermedades. Y el revolucionario ponía tal convicción, tal fe en sus palabras, que estas y otras paradojas imponían silencio, siendo acogidas por los creyentes con el mismo respeto que las simples turbas medioevales escuchaban al apóstol iluminado que les anunciaba el reinado de Dios.

2 Si probáremos a hablarte, te será molesto; pero ¿quién podrá detener las palabras? 3 He aquí, enseñabas a muchos, y las manos flacas corroborabas. 4 Al que vacilaba, enderezaban tus palabras, y las rodillas de los que arrodillaban esforzabas. 5 Mas ahora que a ti te ha venido, te es molesto; y cuando ha llegado hasta ti, te turbas.

Sonó algún silbido, se oyeron algunas carcajadas de mofa, pero las turbas abrieron paso, los grupos se aclararon, la lavandera echó pie a tierra, arreó el cochero y el carruaje pudo arrancar despacio por entre aquella muchedumbre hostil, momentáneamente amansada.

Como quiera que esto deba entenderse, ocurrió, pues, hallarse el Campo de la Verdad lleno de turbas cuando fué conducido al suplicio S. Perfecto, y que, oyendo decir como el santo mártir acababa de ser degollado, volvieron tumultuosamente á la ciudad para verlo, «y muy contentas y alegres por haberle visto empapado en su sangre, como se habia revolcado en ella con el ímpetu de la muerte, se tornaron al campo para hacer su azala

Vio una turba infinita de escribanos y jueces, y pirámides de papel en cuya cúspide brillaba deslumbrante y cegadora la inextinguible luz de su verdadero estado civil. En la calle de Floridablanca el gentío era más espeso; pero los curiosos no hacían nada, ni siquiera gritaban. Eran turbas comedidas que no daban vivas ni mueras.

El saqueo... ¡Ay D. Francisco de mi alma!... Por la calle de Lepanto hemos visto bajar las turbas. ¡Pero qué fachas, qué rostros patibularios, qué barbas sin peinar, qué manos puercas!... Nada, que ahora nos degüellan. Pero la guardia de Palacio... los alabarderos... Si deben andar sublevados también... Todos son unos. ¡El Señor nos asista!

Han pretendido allanar la casa de Álava; han intentado asesinarle, á juzgar por la actitud de las turbas que allí se reunieron. Pero avisado oportunamente por un joven que estaba en el secreto de la conspiración, dió parte y se colocaron algunas fuerzas dentro de la casa, pudiendo evitar un horrible crimen. ¿Y dónde ha sido eso? En la plazuela de Afligidos.

Era, pues, necesario ir a despintar al Mandarín gobernador, revelarle que yo era amigo de Camilloff, un convidado del Príncipe Tong, e intimarle a que acudiera a dispersar las turbas y mantener la ley santa de la hospitalidad. Mas Sa-Tó me contestó con voz débil como un soplo, que el gobernador, seguramente, era el que estaba dirigiendo el asalto.